Escrito por Sebastian Haffner y publicado por Planeta, el libro "El pacto con el diablo" tiene 200 páginas y puede ser adquirido por un precio de 18,00 euros. Ésta es su sinopsis:
Desde 1917, cuando los alemanes “enviaron” a Lenin en un tren a Rusia para que desencadenara la revolución bolchevique, hasta la firma del pacto de no agresión entre Hitler y Stalin en 1939, la historia de las relaciones entre Rusia y Alemania es la de un “pacto con el diablo”.
En el otoño de 1916 Lenin estaba con el agua al cuello; le escribió a su compañero de partido Shliapnikov, que estaba en San Petersburgo en libertad e intentaba colocar sus libros: «De mí mismo debo decir que necesito ganar algo. ¡Si no estiraré la pata, de verdad! La inflación es infernal, y no sé de qué debería vivir».
Shliapnikov debía conseguirle «dinero por la fuerza» de algunos editores. «Si eso no funciona, seguro que no podré mantener la cabeza fuera del agua, le soy completamente sincero, créame».
Medio año después, las más altas instancias del Reich se ocuparon de este emigrante ruso medio muerto de hambre, y él trató con ellas de igual a igual. Medio año más tarde daría un giro a la historia mundial. Pero ¿cómo llegaron los alemanes a él?
El nombre de Lenin aparece por primera vez en las actas alemanas el 30 de noviembre de 1914.
Algunos diputados de la izquierda radical del parlamento ruso, la Duma, habían sido detenidos, y un informador ruso del ministerio de Asuntos Exteriores alemán advirtió de que dichos diputados eran seguidores del señor Lenin, que por aquel entonces vivía en Suiza.
Ese confidente, un tal Kesküla, un joven estonio de ascendencia alemana que había hecho sus pinitos en la izquierda política rusa, a petición de más detalles sobre Lenin, empezó a informar sobre él. Y lo que tenía que revelar sonaba muy interesante. Bien mirado, ese ruso exiliado no parecía una figura insignificante en su mundo particular.
Los alemanes se enteraron de que hacía más de diez años que dirigía con mano de hierro un grupo extremista de socialdemócratas rusos, los llamados bolcheviques, a los que había entrenado para una futura revolución; que mantenía una eterna e irremediable rivalidad con la oposición socialdemócrata moderada, los mencheviques; pero sobre todo —y ahí la cosa se ponía más interesante— que, desde un buen principio, se desmarcó clara e inexorablemente del frente único patriótico en el que se alinearon los mencheviques e incluso algunos de sus propios seguidores, y que estaba absolutamente a favor del «derrocamiento del zarismo en la guerra actual».
Kesküla traducía los artículos de Lenin, que eran leídos en los ministerios alemanes; los oyentes negaban con la cabeza, aunque fascinados, pues ese hombre tenía ideas terribles y las defendía con una lógica infalible y salvaje y con un pragmatismo espeluznante.
La cuestión era poner a todos los pueblos en contra de sus gobiernos, hacer que apuntaran las armas en otra dirección: había que convertir la guerra mundial en una guerra civil mundial.
¿Y ese hombre tenía realmente tanta influencia en Rusia? ¿Había de verdad un partido que lo secundara más o menos? Qué interesante: había que tomar buena nota de ello, pues ese hombre podía resultar de utilidad. Habían descubierto a Lenin.
Poco después del estallido de la guerra, los dirigentes del Reich ya habían tomado la decisión de «revolucionar» Rusia.
Pensaban sobre todo en los pueblos extranjeros de la Rusia imperial —Polonia, Finlandia, los países bálticos—, a los que pretendían sublevar para que pasaran de la esfera de poder rusa a la alemana.
Pero también tenían presente que ese país había vivido una revolución hacía apenas una década, y que las bases del imperio del zar se tambalearon durante un año. Aún debía de quedar algún remanente de todo aquello…
Por así decirlo, atizaban entre las cenizas en busca de chispas. Y lo que encontraron finalmente fue a Lenin y sus bolcheviques.
En septiembre de 1915, en el ministerio de Asuntos Exteriores una cosa estaba clara: si querían «revolucionar» Rusia, desarticular el imperio del zar desde su interior, los bolcheviques eran el instrumento que había que utilizar.
El resto de ex revolucionarios, al igual que los socialdemócratas alemanes, se habían convertido en patriotas de guerra; algunos aún querían derrocar al zar, pero con el argumento de que dirigía mal la guerra.
Por supuesto, a Alemania eso no le servía de nada. Sólo los bolcheviques estaban absolutamente contra la guerra y dispuestos a hacer la revolución incluso durante la misma, esto es —¿cómo lo había dicho ese Lenin en sus escritos?—, convertir la guerra en una guerra civil. Sólo ellos podían ser utilizados como aliados, en caso de que pudieran realmente servir para algo, lo que parecía bastante dudoso.
Hasta aquí, todo bien. Si el objetivo era revolucionar el imperio del zar, resultaba necesaria la alianza con la facción más extremista de los revolucionarios rusos, con los bolcheviques.
Pero lo que aún requería un esclarecimiento era este propósito, pues de ninguna manera se deducía lógica y razonablemente de la situación de guerra entre Rusia y Alemania. En 1914 todavía era algo inaudito.
Enseguida queda claro cuán inaudito fue si imaginamos que de algún modo la Rusia del zar podría haber jugado al mismo juego que Alemania con ella, es decir, que después de 1914 podría haber buscado una alianza con la revolución alemana.
En efecto, en Alemania también había una izquierda radical, revolucionaria y derrotista, y tenía a su Liebknecht como Rusia tenía a su Lenin. Sin embargo, nunca hubo una alianza del zar con la Liga Espartaquista; ni siquiera se intentó o se concibió. Hubiera sido una idea grotesca. Pero ¿acaso la alianza del káiser con los bolcheviques resultaba menos grotesca?
Con esa alianza no se trataba de que Alemania empleara las diferencias ideológicas existentes como instrumento de guerra, de que exportara su sistema en la punta de su bayoneta, como había sucedido anteriormente —en las guerras de religión o en las campañas del ejército revolucionario francés—.
Como aliado, el Reich empleó contra el Imperio ruso un poder que también era su propio enemigo mortal, pues aun en plena guerra compartía con Rusia ciertos intereses en contra de dicho poder: tenían una ideología en común.
Hoy en día estamos acostumbrados a la revolución como instrumento de guerra; incluso existe una teoría según la cual la revolución teledirigida ha sustituido actualmente a la guerra como método para resolver conflictos internacionales.
Pero la guerra de 1914 todavía se desarrollaba en una sociedad de estados europeos homogénea, que se hallaba muy lejos de razonamientos como éste.
Los poderes europeos de entonces formaban aún un exclusivo y distinguido club de siglos de antigüedad, cuyos miembros, a pesar de batallar entre ellos, intentaban mantener cierta solidaridad.
Por decirlo de algún modo, la guerra formaba parte de las reglas del club, de vez en cuando tocaba un conflicto bélico para medir sus fuerzas, y en función del resultado se reestablecía la paz entre ellos.
Ésta era una convención europea desde hacía cientos de años. Hasta entonces a nadie se le había ocurrido eliminar a uno de estos compañeros de guerra y paz.
Y justamente las cortes imperiales de San Petersburgo, Viena y Berlín siempre tuvieron mucho en común, incluso frente a las democracias occidentales, ¡y más aún frente a los tremendos e increíbles bolcheviques!
Por ejemplo, todavía existían estrechos vínculos familiares monárquicos, que lógicamente de be rían ser aprovechados en el momento adecuado para esforzarse por firmar una paz por separado, tal como propuso en alguna ocasión el heredero de la corona alemana con su característica inocencia.
Inocente, por supuesto, pero mucho más lógico que aliarse con los futuros asesinos de «Niki», pues tras el primer año de guerra se comprobó que una resolución plenamente militar en el este era tan poco posible como en el oeste.
Los ejércitos alemanes habían demostrado ser claramente superiores, pero no tanto como para conquistar el territorio ruso.
Desde finales de 1915, el frente oriental en las fronteras de Rusia con Polonia y los países bálticos estaba tan estancado como el occidental, y Alemania estaba evidentemente interesada en deshacerse de dicho frente.
En cuanto a Rusia, de hecho nunca tuvo objetivos de guerra contra Alemania —sí contra Austria, y sobre todo contra Turquía—. Pero en principio, de Alemania no quería nada. Y si ésta tampoco hubiese querido nada de Rusia, después de que midieran sus fuerzas entre 1914 y 1915 hubiera resultado natural e incluso viable una paz que supusiera un statu quo en el frente oriental.
Sin embargo, Alemania no deseaba una paz así, ni en el este ni en el oeste. Para comprender cómo se llegó a la colosal aventura de revolucionar Rusia y a la paradójica alianza del imperio del káiser con los bolcheviques, es preciso explicar la contradicción fundamental que determinó la situación de Alemania durante la primera guerra mundial.
Tras el fracaso de la primera campaña militar contra Francia, el imperio alemán se hallaba militarmente en una permanente defensiva desesperada, era una fortaleza sitiada y famélica capaz de repeler ataques sin cesar, pero no de romper el sitio.
En cambio, políticamente Alemania llevaba a cabo, tanto en el este como en el oeste, una ambiciosa guerra de agresión, cuyo objetivo principal fue formulado de la siguiente manera por el canciller del Reich Bethmann Hollweg en septiembre de 1914:
"Afianzamiento del imperio alemán tanto por el este como por el oeste por largo tiempo. Con este fin es preciso debilitar a Francia tanto que no pueda volver a erigirse como gran potencia, y alejar a Rusia lo máximo posible de la frontera con Alemania, así como acabar con su poder sobre los sometidos pueblos no rusos".
Y dado que una victoria final no era posible militarmente (y en ese momento el jefe del Estado Mayor, Von Falkenhayn, informó exactamente de esto al káiser), se impuso esta solución.
Así pues, el objetivo político era obtener un círculo de países satélite de Alemania, escindidos de Rusia, desde Finlandia pasando por los países bálticos, Polonia y Ucrania hasta el Cáucaso, y un gobierno revolucionario en Rusia que estuviera dispuesto a pactar una paz por separado con Alemania con las condiciones que ella quería.
Si pudieran llevar al poder a este gobierno revolucionario, ¡al demonio con las tradicionales reglas del club europeo, con la antigua amistad con los Románov y los puntos en común con el imperio del zar! ¡Al demonio también con las posibles «repercusiones en la política interior de Alemania!
Ya se encargarían de ellas una vez tuvieran la victoria en el bolsillo. Sabían que si instalaban la revolución, estaban sellando un pacto con el diablo. Estaban dispuestos a hacerlo. Estaban por encima de cualquier escrúpulo.
La dificultad era otra muy distinta: radicaba en conseguir un socio ruso para llevar a cabo dicha política, puesto que para los revolucionarios rusos también era un pacto con el diablo aliarse con el imperio alemán, por dos razones: primero porque el Reich era el enemigo del país y, segundo, porque ideológicamente era una autoridad poco menos enemiga que la del propio régimen zarista.
Lenin nunca fue un agente de Alemania. Pero no dudó en aceptar una alianza de conveniencia con el imperio alemán a su llegada a Rusia.
Una alianza cuyos objetivos por ambas partes estaban enormemente alejados: Lenin quería la revolución mundial, incluida la revolución contra el imperio del káiser alemán, y sus socios alemanes perseguían la victoria y la hegemonía en Europa de dicho imperio.
Sin embargo, los objetivos inmediatos coincidían: ambas partes deseaban un gobierno revolucionario en Rusia y una oferta de paz por parte del mismo; y las dos esperaban aprovecharse de la otra parte para alcanzar sus objetivos.
Si Lenin no hubiera estado dispuesto a establecer esta alianza antinatural en marzo de 1917, la revolución de Octubre nunca hubiese tenido lugar, pues él ni siquiera hubiera podido regresar a Rusia antes del fin de la guerra.
Este acuerdo de Lenin con los dirigentes del Reich de 1917, ocultado siempre como una deshonra, es en verdad, justamente desde el punto de vista de los bolcheviques, una proeza; demuestra a todas luces un realismo que no se arredraba ante nada, un sometimiento extremo a lo objetivamente necesario, y una audacia que se atrevía con todo.
Pero para comprender en toda su magnitud la decisión de 1917 es preciso explicar lo que hizo desistir a Lenin hasta ese año.
La mejor forma de explicarlo es comparar la actitud de Lenin con la de otro socialista ruso, que desempeñó entonces un papel insólito: el doctor Alexander Helphand, que escribía bajo el seudónimo de Parvus.
Helphand también era un revolucionario serio desde siempre; durante la guerra fue el compañero de batalla más cercano a Trotski, junto con el cual fue uno de los promotores de la idea de la «revolución permanente»; y, sin embargo, también fue un aventurero y un sibarita con tendencia a la estafa (en las guerras balcánicas, cansado de la mala vida, logró una fortuna millonaria traficando con armas).
En comparación con el íntegro y ascético Lenin, su carácter parecía el de un tipo ambiguo de los bajos fondos. No obstante, la contribución intelectual y política de este «filibustero de la revolución» fue notable.
Al igual que Lenin, Helphand aspiraba a la revolución mundial y tenía como objetivo una Europa socialista. Pero a diferencia de Lenin, nunca tuvo dudas ni escrúpulos respecto a que el camino que debían seguir para alcanzar ese objetivo era la alianza incondicional con la Alemania imperial, porque ésta, según el razonamiento de Helphand, paulatinamente se volvería socialista, sin revolución alguna, puesto que ya estaba encaminada hacia ello.
El Partido Socialdemócrata (SPD) iría cogiendo las riendas de la guerra, y la victoria alemana sería de hecho «su» victoria.
Sin embargo, el imperio del zar, que no enviaba a sus socialistas al Parlamento, sino a Siberia, necesitaba la revolución, y ésta sólo podía construirse a partir de la derrota. De este modo, para Helphand no cabía duda: Alemania tenía que ganar la guerra, Rusia tenía que perderla, y entonces ambas serían socialistas.
A los mandatarios del Reich este razonamiento les iba como anillo al dedo, aunque las intenciones últimas de Helphand fuesen otras, y realmente pronto se convirtió en el hombre de confianza más importante del gobierno alemán en su política de revolucionar a Rusia.
A través de él fluyó durante años la mayor parte del dinero que Alemania bombeaba hacia Rusia con fines subversivos. Sólo que Helphand era un general sin ejército, no tenía un partido propio en el país, y siempre quedará la incertidumbre sobre si su labor clandestina sirvió de mucho.
Cuando en mayo de 1915 quería ganarse a Lenin para su causa (una escena novelesca: un Helphand gordo y relucientemente enjoyado sale del hotel Baur au Lac, aparece de repente en un humilde local de emigrantes en Zúrich y se abre camino preguntando hasta que llega a la mesa de madera donde un deslucido Lenin toma una comida frugal junto a su mujer y una amiga), éste simplemente le echó, acusándolo de ser un agente alemán con el que no quería tener nada que ver.
En realidad, ni siquiera Helphand era simplemente un agente alemán. Como apunta con acierto su biógrafo Winfried B. Scharlau: «No trabajaba “para”, sino “con” el gobierno del káiser». Pero en 1915 Lenin no estaba dispuesto ni siquiera a trabajar «con» el gobierno del Reich, al que no detestaba menos que al del zar.
Para Lenin, aquélla no era una guerra entre pueblos, sino entre opresores imperialistas del pueblo, ladrones entre los cuales no cabía escoger.
Desde su punto de vista, la línea divisoria del mundo no era vertical, sino horizontal: no a un lado Alemania y Austria, al otro Rusia, Francia y Gran Bretaña, sino a un lado gobiernos imperialistas que mantenían una lucha poco interesante por una parte del botín, y al otro lado pueblos y masas oprimidos y explotados, que tenían que desangrarse en esta lucha de sus amos, en la que no se les había perdido nada.
Lenin sólo sentía un profundo menosprecio hacia los «socialpatriotas» y los «socialchovinistas», que se solidarizaban con los gobiernos imperialistas explotadores y asesinos del pueblo —independientemente de si lo hacían con su propio gobierno, como los socialdemócratas y los mencheviques o, como Helphand, con el enemigo—.
Tampoco tenía nada en común con los opositores pacifistas de izquierda, que hacían propaganda por doquier de una paz lo más pronta posible: no le interesaba una paz bajo los imperialistas.
¡Al contrario! Cuanto más larga, sangrienta e insoportable fuera la guerra, más haría madurar entre los millones de personas que pagaban los platos rotos la idea de que el enemigo era su propio gobierno, más claro les quedaría que tenían que apuntar con sus armas en otra dirección si querían que reinara la paz.
Esto era lo que deseaba Lenin, lo que esperaba. Su visión era la conversión de la guerra exterior en guerra civil, la Gran Guerra como matrona de la revolución mundial. No le interesaba nada más.
Sin embargo, ¿y si la revolución mundial y la guerra civil mundial no estallaban en todas partes a la vez?, ¿y si, por ejemplo (esto era por lo menos imaginable), se producía la revolución rusa y tenía éxito mientras los enemigos de Rusia seguían luchando porque sus soldados proletarios todavía no habían despertado?
A esto respondía Lenin en sus Once tesis de 1915: «Ofreceríamos la paz a “todos” los estados beligerantes bajo la condición de que liberaran todas las colonias y todas la naciones subordinadas, oprimidas y privadas de sus derechos». ¿Y si la rechazaban? «Entonces tendríamos que preparar la guerra revolucionaria y llevarla a cabo […], liberar a todos los pueblos oprimidos por la gran Rusia, sublevar todas las colonias y los países subordinados y, sobre todo, incitar al levantamiento al proletariado socialista de Europa».
Los alemanes leyeron todo esto y no les pareció mal. «Incitar al levantamiento al proletariado socialista de Europa»: bueno, en Francia o Italia resultaría de mucha utilidad, aunque en Alemania habría que saber impedirlo.
Pero lo demás ¡era excelente! «Liberar a todos los pueblos oprimidos por la gran Rusia»: era exactamente lo que esperaban de un gobierno revolucionario ruso, por descontado, para que entonces esos pueblos pasaran a depender de Alemania. Aunque de eso ya se encargarían los propios alemanes. Y sublevar las colonias: ¡magnífico! Así jorobaban a Inglaterra.
Lenin podía odiar a la Alemania imperial tanto como quisiera, pero desde el punto de vista de ésta era el jefe de gobierno ideal en Petrogrado (como se llamaba San Petersburgo desde 1914), un aliado inconsciente pero imprescindible.
Al contrario que el bueno de Helphand, no deseaba para nada la victoria de Alemania, pero eso no importaba; también al contrario que el tal Helphand, contaba con un auténtico partido en Rusia y ya antes de la guerra había demostrado que podía dirigirlo y meterlo en cintura. Había que ayudarles a él y a su partido tanto como fuera posible. ¡Si es que quería dejarse ayudar!
Resultaba evidente que, por lo demás, este hombre era un necio y un utópico y que al final fracasaría como todos aquellos exaltados. ¡Mejor que mejor! Cuanto más caos y confusión dejara tras de sí en Rusia su inevitable caída, más tardaría Rusia en volver a resultar peligrosa para Alemania.
Bastaba con que entretanto llegara al poder momentáneamente, el tiempo suficiente para poder firmar la paz con Alemania tal como ella la deseaba. Por supuesto, aceptarían su oferta de paz: de todas formas, tampoco tenían colonias a las que liberar.
En 1915 Lenin rehuyó las pretensiones amorosas de Alemania. Pero en 1917, tras el derrocamiento del zar y el primer éxito de la revolución de Febrero, los alemanes volvían a estar allí: por el humilde barrio de emigrantes de Zúrich donde vivía Lenin había un trasiego constante de emisarios y mediadores alemanes. Y esta vez, tras algunas negociaciones, accedió a sus ofrecimientos. Con un gran séquito, el 9 de abril atravesó Alemania hasta Suecia, y luego Finlandia hasta Rusia.
Que Lenin aceptara al fin la oferta de ayuda de los alemanes fue para éstos un triunfo, como una victoria en una batalla de aniquilamiento.
Todos se atribuían el mérito, todos querían ser los que lo habían logrado: los enviados en Copenhague, Berna y Estocolmo, el ministerio de Asuntos Exteriores, el Alto Mando del ejército, el propio canciller.
Y de hecho ¡todos lo habían conseguido, todos habían competido y se habían peleado por Lenin! Pues era la lógica interna de la política alemana la que exigía imperiosamente la alianza con Lenin y dejaba que todos los órganos del gobierno del Reich tiraran espontáneamente de la misma cuerda.
El conde Von Brockdorff-Rantzau esperaba de la «misión» de Lenin «la victoria en el último momento».
Y el 17 de abril, un día después de que Lenin llegara a Petrogrado, el jefe de la delegación de Defensa alemana en Estocolmo cablegrafió: «Entrada de Lenin en Rusia lograda. Trabaja como era deseado».
Para toda la Alemania oficial, Lenin era su arma secreta y milagrosa, la bomba atómica política de la primera guerra mundial.
Sólo faltaba una cuerda en este coro: la de la socialdemocracia alemana. Eran los únicos que no tenían interés en este asunto, los únicos que observaban esta transacción con gestos de desaprobación e indiferencia.
El incansable Helphand había organizado un encuentro en Estocolmo entre Leniy los líderes del SPD, Ebert, Scheidemann y Bauer.
Con esto ya estaba pensando en la segunda parte de su plan revolucionario, en el acuerdo entre los futuros gobiernos socialistas de Rusia y de Alemania.
Pero los socialdemócratas alemanes ni siquiera sabían de qué debían hablar con Lenin (desde antes de la guerra guardaban un desagradable recuerdo de él, como el eterno provocador que siempre quería tener la razón y que había causado la escisión del partido hermano ruso), y cuando aplazó un par de días su llegada, se marcharon de Estocolmo, con indiferencia y también con verdadero alivio. «Tenemos que volver a Berlín». Que Helphand le diera saludos cordiales a Lenin en su nombre…
Hay que tener en cuenta que los aliados de Lenin y comadronas de la revolución de Octubre fueron la derecha alemana, el imperio del káiser, los abuelos políticos y sociales de la Alemnaía democrática de hoy en día.
La izquierda alemana, que por aquel entonces —por lo menos de palabra— no era ni socialista ni revolucionaria, los líderes del movimiento obrero, los abuelos de la extinta RDA, no tuvieron nada que ver con todo esto.
¡Al contrario! En el verano y el otoño en que se fue desarrollando la revolución, cuando quedaba cada vez más claro que su baza más fuerte era el lema «¡Paz!», la izquierda revolucionaria y derrotista alemana empezó a horrorizarse.
Por ejemplo, Kurt Eisner, que más adelante, en noviembre de 1918, hizo la revolución en Múnich y murió un par de meses después como presidente del Land bávaro, escribió cargado de reproches que la política de Lenin sólo podía conducir al triunfo del militarismo del káiser.
El análisis de la situación por parte de Eisner coincidía, en el fondo, con el de la derecha alemana, sólo que lo que para una era motivo de triunfo al otro lo sumía en el más profundo abatimiento.
Lenin juzgaba la situación de forma distinta. Veía cómo se acercaba el momento que siempre había esperado: el giro de las armas, cómo la lucha entre naciones se convertía en la lucha de clases internacional, cómo la guerra mundial devenía una guerra civil mundial y la revolución proletaria mundial.
En Rusia ya había empezado, y no podía tardar en hacerlo en cualquier otra parte. ¿Estaba tan equivocado?; 1917 no sólo fue el año de la revolución rusa, también fue el año de los amotinamientos en Francia, de los primeros disturbios en la marina de guerra alemana… Por doquier los pueblos sufrían una interminable guerra que se había vuelto insoportable, una vasta matanza sistemática, sin que ningún gobierno pudiera encontrar una salida. Había llegado la hora de Lenin.
Pocos meses antes, Lenin había estado sumido en la más profunda depresión; durante dos años le habían sangrado los dedos de tanto escribir para meter sus ideas en la cabeza a la izquierda europea y rusa, y no había pasado nada.
Incluso en los encuentros internacionales de la izquierda marginal de los socialdemócratas europeos, que se celebraron en 1915 y 1916 en dos pequeños lugares de veraneo suizos, Zimmerwald y Kienthal, Lenin quedó en minoría.
No sabía que esos mismos años había causado una profunda impresión en un lugar del todo inesperado, es decir, en el ministerio de Asuntos Exteriores alemán.
Estaba torturado por abrumadores problemas existenciales, se sentía apartado de toda acción («El mayor problema», escribió en diciembre de 1916 a San Petersburgo, «es ahora la débil comunicación entre nosotros y los dirigentes obreros de Rusia. ¡No mantenemos ningún tipo de correspondencia! ¡Esto no puede ser!»).
Asimismo, en una charla celebrada en enero de 1917 explicó con resignación: «Los que pertenecemos a la generación de los mayores quizá ya no vivamos las batallas definitivas de la revolución venidera».
Y de pronto, inesperadamente, como caída del cielo, había estallado la revolución en Rusia, había llegado el momento de negociar, de liderar, de decir la palabra decisiva, de llevar a cabo la acción determinante.
Lenin sabía que él era el hombre que podía hacerlo, que, de hecho, era el único que podía hacerlo. Pero se hallaba en Suiza, «como encerrado en una botella». Si alguno de los gobiernos imperialistas fuera tan tonto como para ayudarle a salir de allí y le ofreciera la oportunidad de pasar a la acción, si uno de ellos le diera la tea incendiaria pensando que podría beneficiarse del fuego de la conflagración mundial que él encendería con ella, ¿podría vacilar? Por supuesto, ¡tendría que aprovechar la ocasión! El gobierno del káiser ya vería cómo les afectaba finalmente todo esto.
Éste no es el lugar para explicar el tremendo drama de 1917 en Rusia, las tensas crisis que llevaron de la revolución de Febrero a la de Octubre, la desesperación, las arriesgadísimas decisiones, las salvajes luchas en el seno de la dirección del partido bolchevique… Todo esto es otra historia. Ya se sabe el resultado.
Aquí se trata de la aportación alemana a esta historia. Y esta contribución hay que tenerla en cuenta. No fue decisiva —lo fue la personalidad de Lenin y como mucho el talento demagógico y la destreza táctica de Trotski, que a partir de junio fue la mano derecha de Lenin—, pero sí indispensable.
Sin la alianza de Alemania la revolución de Octubre hubiera sido imposible. Sin la ayuda alemana, Lenin no hubiera sido más que un impotente desterrado, un espectador de los acontecimientos del mundo con mala fama y sin talento. Sin Alemania como aliada también le hubiera faltado la base de política exterior para su promesa de que su revolución traería consigo lo que no había conseguido la revolución de Febrero: la paz.
A su sublevación también le hubiera faltado dinero, lo cual puede parecer secundario, pero finalmente fue imprescindible. Hace mucho que nos consta que el gobierno alemán financió en 1917 (y durante bastante tiempo más) a los bolcheviques «por diversos canales» (al igual que las potencias de la Entente lo hicieron con sus adversarios). Y también se sabe que no tenían ninguna fuente de financiación más.
Pero todo esto no resta méritos a Lenin. La revolución de Octubre fue obra suya, y aun con toda la ayuda alemana sigue siendo una acción vertiginosa que convirtió a su autor en una de las poquísimas figuras de la historia mundial que llevaron a cabo lo que parecía imposible.
Nadie más lo hubiera podido hacer, ni siquiera con la alianza de los alemanes; pero sin la colaboración alemana Lenin tampoco lo hubiera logrado. Que esta ayuda lo fue todo excepto desinteresada no cambia nada. Y aunque los herederos de la Alemania imperial darían cualquier cosa por borrar el hecho de que en su día apoyaron a Lenin, la realidad es que en su momento le tendieron la mano
Junto con el hecho de que los dirigentes del imperio alemán posibilitaran la revolución bolchevique en 1917, la mayor paradoja de la historia germano-rusa del siglo XX es la siguiente: los elementos esenciales del ejército alemán, que en 1941 casi acabó con la Rusia soviética, se crearon entre 1922 y 1933 en la Unión Soviética, a su debido tiempo, por así decirlo, bajo el velo del más profundo secreto y con el pleno consentimiento y la ayuda del gobierno soviético.
Incluso si se tiene en cuenta lo que sólo después se comprobaría y que por entonces ninguno de los implicados ni deseaba ni preveía, es decir, que la Unión Soviética estaba criando la sierpe en el seno, esta operación de rearme de Alemania en Rusia sigue siendo uno de los capítulos más asombrosos de la historia moderna.
Paradoja tras paradoja: no sólo los rusos dejaron que los alemanes desarrollaran y aprendieran a dominar en su país las armas con las que después lo invadieron, sino que los alemanes se convirtieron en los maestros de sus futuros vencedores...