sábado, 27 de noviembre de 2021

"LOS SIETE PECADOS CAPITALES DEL IMPERIO ALEMÁN EN LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL", DE SEBASTIAN HAFFNER


Escrito por Sebastian Haffner y publicado por Ediciones Destino, el libro "Los siete pecados capitales del imperio alemán en la Primera Guerra Mundial" tiene 192 páginas. Ésta es su sinopsis:

No es cierto que los disparos de Sarajevo provocaran la Primera Guerra Mundial. Los disparos de Sarajevo no provocaron nada en absoluto. 

En la Europa de aquella época el asesinato de jefes de Estado, ministros y príncipes estaba a la orden del día y jamás había producido una crisis internacional, tampoco cuando el asesino era extranjero.

El 5 de julio de 1914, en una conversación entre ambos, el presidente francés Poincaré recordó al embajador austríaco en París que su antecesor, Carnot, había sido asesinado recientemente por un italiano, a raíz de lo cual el gobierno francés se limitó a ofrecer protección policial a las autoridades y negocios italianos en París.

Tampoco es cierto que Sarajevo fuese una excepción porque tras el asesinato estuviese el gobierno serbio, ya que no fue así, más bien al contrario: el gobierno serbio estaba horrorizado. 

Quien en todo caso estaba detrás del asesinato era un grupo de agentes secretos serbios que actuó por su cuenta. 

El gobierno de Belgrado era muy consciente de que en Viena había hombres influyentes que, desde hacía tiempo, acechaban la llegada de un pretexto para estrangular a Serbia

Y sabía además que, en caso de una guerra contra una gran potencia, su pequeño país no tendría ninguna posibilidad y sufriría un grave tormento, sin importar lo que ocurriera después. 

Tampoco es que los austríacos creyesen en la culpabilidad del gobierno serbio; sus propios informes oficiales procedentes de Belgrado apuntaban en una dirección muy distinta.

No obstante, tampoco es cierto que Austria estuviese decidida desde un primer momento a declarar la guerra a Serbia ni que Alemania, llevada por una bondad insensata, rindiese a Austria una «fidelidad nibelunga» y le firmase un «cheque en blanco». 

En un principio Austria se mostró muy indecisa. El único claramente a favor de la guerra era el jefe del Estado Mayor, el conde Franz Conrad von Hötzendorf, quien ya la había exigido en media docena de ocasiones; la guerra contra Serbia era desde hacía tiempo su «Ceterum Censeo» particular. 

El ministro de Asuntos Exteriores, el conde Berchtold, aún vacilaba; el emperador Francisco José tenía serias dudas al respecto y el primer ministro húngaro, el conde Tisza, estaba totalmente en contra. Como en Viena eran incapaces de llegar a un acuerdo, pasaron la pelota a Alemania.

La decisión a favor de una guerra de Austria contra Serbia se tomó pues en Alemania, en la ciudad de Potsdam, el 5 de julio de 1914. Es más, la decisión fue tomada expresamente también en el caso de que la guerra contra Serbia acarreara «serias complicaciones europeas». 

Alemania estaba dispuesta a hacer estallar la guerra europea y aquella circunstancia le pareció favorable.

Una vez tomada la decisión sólo puede juzgarse consecuente que Alemania, cuando hubo estallado la crisis de la última semana de julio, insistiese en contra de su costumbre en que la acción contra Serbia había de tratarse como un asunto particular de Austria y, por tanto, bloquease cualquier intento de intervención por parte de las demás potencias. 

Si en 1914 Alemania hubiese querido preservar la paz, semejante comportamiento habría sido del todo inexplicable.

Pero es que en 1914 Alemania no quería preservar la paz, claro que tampoco deseaba la guerra que luego obtuvo: una guerra simultánea contra Rusia, Francia e Inglaterra.

Ésta es la razón por la que Alemania fue mucho más proclive a generar un conflicto a través de Serbia, pues estaba convencida de que así Inglaterra se mantendría neutral. 

Desde 1912, Alemania, Francia y Rusia llevaban compitiendo febrilmente en un rearme agotador para las tres partes que, a la larga, no era sostenible sin una guerra de por medio. 

También fue en esta etapa cuando ya se tomaron importantes decisiones militares previas: hasta 1914 Alemania fue en cabeza (concretamente en lo que respecta a la artillería pesada), en los años siguientes su dominio amenazaba con decaer.

No ocurrió lo mismo en la carrera contra Inglaterra por el rearme naval. En este caso el liderazgo británico nunca estuvo en peligro. 

Así, Inglaterra contemplaba el panorama con más frialdad y tras la crisis marroquí de 1911 en la que todos, también los ingleses, habían visto los cañones de frente, Londres supo imponer de nuevo su visión menos apasionada de las cosas. 

Pero ¿de verdad necesitaba Inglaterra una guerra contra Alemania? ¿Acaso no bastaba la maniobra de contención lograda? Es más, precisamente gracias a este triunfo, ¿no podía Inglaterra justo entonces llegar a un ventajoso acuerdo con Alemania

Eduardo VII había muerto y para un sistema de comercio mundial tan complejo y vulnerable como el inglés, que alimentaba a todo el país, una guerra no podía provocar más que una auténtica catástrofe.

Mientras esto ocurría en Londres, en Berlín se reaccionaba de manera positiva ante tales razonamientos (al menos el nuevo canciller Bethmann Hollweg así lo hacía). 

Desde 1912 Hollweg había llevado a cabo una política de distensión frente a Inglaterra (cosa que le hizo granjearse una popularidad más bien escasa en Alemania) que justo empezó a dar los primeros frutos en la primavera de 1914. Alemania e Inglaterra acordaron «esferas de interés» en Oriente Próximo, un acuerdo que implicaba una clara punta de lanza contra Rusia, el nuevo aliado de Inglaterra. 

En realidad la alianza anglo-rusa siempre había tenido un fundamento mucho más débil que la anglo-francesa; es más, en ese momento casi volvía a agonizar. 

Además, Inglaterra ni siquiera tenía con Francia una verdadera alianza que, llegado el caso, le hubiese obligado a tomar parte en la guerra. 

Bien es cierto que Inglaterra había mantenido con Francia (no con Rusia) reuniones secretas e informales a escala de Estado Mayor y firmado acuerdos navales que habían generado cierto vínculo moral, pero de esto sólo eran conscientes los tres o cuatro ministros implicados, no la opinión pública inglesa, tampoco el Parlamento, ni siquiera el gabinete de gobierno; además, era más que dudoso que el gabinete británico, del que dependía la decisión sobre la guerra o la paz, en caso de gravedad fuese a hacer valer los vínculos morales establecidos a sus espaldas.

Ésta fue por tanto la situación política de la que partió Alemania en verano de 1914: la guerra contra Rusia y Francia era prácticamente inevitable; por el contrario, las relaciones con Inglaterra eran más distendidas que nunca, casi hasta volvían a ser amigables. 

Y entonces surgió una oportunidad única de romper definitivamente y de un solo tajo la alianza entre Inglaterra y los enemigos continentales de Alemania, y de hacerlo además en el punto de sutura más débil: entre Inglaterra y Rusia, en los Balcanes. En estas circunstancias Sarajevo tuvo que ser un regalo caído del cielo para la política alemana.

Si la guerra estallaba a partir de un conflicto directo entre Alemania y Francia, aún en 1914 se tendría que haber contado con que Inglaterra se pondría del lado francés; si derivaba de un conflicto directo entre Alemania y Rusia tal cosa no podría descartarse del todo, pero en el caso de un conflicto balcánico entre Rusia y Austria porque Rusia se hubiese inmiscuido sin ser invitada en una guerra austro-serbia en la que Alemania sólo se viese afectada de manera indirecta, ¿iba Inglaterra a querer destruir por completo la esperanzadora distensión alcanzada con Alemania?

Era algo improbable, extremadamente improbable. Al fin y al cabo era justo en ese punto donde la vieja oposición entre Inglaterra y Rusia aún no estaba superada, donde aún no se había olvidado la vieja comunidad de intereses formada por Inglaterra y Austria

¿Acaso Inglaterra iba a entrar en guerra por la mera posibilidad de acabar cediendo a Rusia un acceso al Mediterráneo? No, visto así había que dejar que la guerra continental llegara tranquilamente, es más, casi había que provocarla. Semejante oportunidad de separar a Inglaterra y a Rusia no volvería a presentarse tan fácilmente.

Aquélla no fue una política de paz, sino de guerra; una política calculadora, si se quiere carente de escrúpulos y desesperada. No fue una política insensata ni alocada ni tampoco criminal. La guerra estaba ya en el aire; si había de llegar, es lógico que cada uno permitiera que estallase en el momento que le fuese más favorable. Entre las grandes potencias de 1914 no hubo ningún alma cándida; los gritos de júbilo se escucharon por doquier.

La pregunta es: ¿por qué no le salieron los cálculos a Alemania? ¿En qué consistió el error o dónde se cometió? La respuesta es: no fue en Londres, sino en Berlín.

El 29 de julio, cuando la llegada de la guerra era ya imparable, el canciller alemán Bethmann Hollweg se reunió en Berlín con el embajador inglés para hablar abiertamente por primera vez sobre la esperada neutralidad de Inglaterra

Hollweg ofreció determinadas garantías para Francia: incluso en el caso de una victoria militar absoluta Alemania no exigiría concesiones territoriales por parte de Francia, a lo sumo se limitaría a algunas colonias a modo de compensación. ¿Se mantendría Inglaterra neutral a cambio de esta promesa? 

El rostro del embajador inglés mostró sus reservas y Grey, el ministro de Asuntos Exteriores, contestó de inmediato con una negativa, lo cual asustó mucho a Bethmann, pero Grey se estaba marcando un farol. El 30 de julio todavía no era en absoluto seguro que Inglaterra fuese a participar realmente en la guerra del lado de Francia

Churchill, por entonces ministro de la Marina y, al igual que Grey, miembro dirigente del sector británico probélico, es decir, un testigo libre de toda sospecha, escribió al respecto:

«La mayor parte del gabinete estaba a favor de la paz. Al menos tres cuartas partes de sus miembros estaban decididos a no dejarse arrastrar hacia ningún conflicto europeo a menos que la propia Inglaterra fuese atacada, cosa que no era muy probable. Primero, confiaban en que entre Austria y Serbia la sangre no llegara al río; segundo, de no ser así esperaban que Rusia no interviniese; tercero, si Rusia intervenía, confiaban en que Alemania se mantuviese al margen; cuarto, si Alemania sí que atacaba a Rusia, esperaban que al menos Francia y Alemania se neutralizaran mutuamente sin necesidad de combatir; pero, si Alemania atacaba a Francia, creían que al menos no lo haría a través de Bélgica y, de hacerlo, al menos sin que hubiese resistencia por parte belga… Había por tanto seis o siete posturas distintas. Todas eran discutibles, pero no había ninguna prueba para rebatirlas… salvo la que proporcionasen los acontecimientos».

Frente a esto la parte probélica, es decir, una minoría dentro del gabinete británico que se sentía moralmente unida a Francia y quería al menos combatir a su lado en caso de una ocupación alemana lo tenía muy difícil. Grey, su principal portavoz, el 1 de agosto todavía fue capaz de imponer a su gabinete una medida: Inglaterra no permitiría que la flota alemana entrase en el Canal de la Mancha para atacar desde allí la costa francesa. Incluso a raíz de esto el 2 de agosto gran parte de los ministros amenazó con dimitir.

El primer ministro Asquith, de tendencia también probélica, dijo a un Churchill decepcionado: 

«No podemos actuar en contra de lo que opine nuestra propia mayoría». El embajador francés en Londres exclamó desesperado: «¡En el futuro tendremos que tachar la palabra “honor” del diccionario inglés!».

Hasta ese punto habían llegado las cosas. El 1 de agosto de 1914 la entente anglo-francesa saltaba por los aires. Del pacto anglo-ruso ni siquiera se podía hablar; ni que decir tiene que Inglaterra no intervendría en una guerra puramente oriental a menos que a Francia le sucediese algo. 

Así pues, puede decirse que los cálculos alemanes casi habían salido; la neutralidad británica, al menos en la primera fase de la guerra, estaba prácticamente garantizada para desesperación de los franceses que, a la hora de la verdad, se sintieron abandonados.

Inglaterra se habría mantenido al margen si Alemania hubiese renunciado a invadir Francia, es decir, si hubiese atacado por el este y defendido por el oeste, tal y como hubiese correspondido a la lógica política de aquella crisis, una crisis puramente oriental.

Es más, incluso en el caso de una ofensiva occidental alemana, lo más probable es que Inglaterra se hubiese mantenido neutral, al menos en un principio, con tal de que Alemania sólo hubiese atacado a Francia y no a Bélgica. Empero, Bélgica lo cambió todo. Escuchemos de nuevo a Churchill:

«El gabinete estuvo reunido de forma casi ininterrumpida todo el domingo [2 de agosto] y hasta mediodía pareció que la mayoría iba a dimitir. Sin embargo, los acontecimientos provocaban un cambio de opinión a cada hora. Cuando el gabinete se reunió la mañana del domingo, ya nos comunicaron la violación de la neutralidad luxemburguesa por parte de las tropas alemanas. Por la tarde llegó la noticia del ultimátum alemán a Bélgica; a la mañana siguiente, la llamada de auxilio que el rey belga dirigía a las potencias garantes de la paz. Aquello fue decisivo. El lunes la mayor parte del gabinete consideró que la guerra era inevitable. Esa mañana de lunes el ambiente que dominó el debate fue totalmente distinto».

La tarde de aquel lunes (3 de agosto) Inglaterra dio un ultimátum a Alemania para que detuviese la invasión de Bélgica de inmediato. 

La noche del 3 al 4 de agosto tuvo lugar una dramática conversación entre Bethmann y el embajador inglés, en la que Bethmann exclamó desesperado: «¡Y todo por un pedazo de papel!». El martes Inglaterra declaró la guerra a Alemania. Francia respiró aliviada. La política alemana acababa de fracasar.

¿Cómo había sido posible?

La respuesta, casi inverosímil, es que el Estado Mayor alemán, en caso de que en 1914 estallase una guerra europea de dos frentes, no tenía más plan que el denominado Plan Schlieffen

Dicha estrategia preveía un movimiento defensivo e incluso la retirada por el este, mientras que por el oeste el movimiento ofensivo había de conducir a una derrota más rápida de Francia, si bien quebrantando la neutralidad belga que tanto Inglaterra como precisamente Alemania se habían comprometido a garantizar. Los últimos planes alternativos se habían archivado en 1913. 

Así, según la voluntad de su Estado Mayor y sin la menor consideración de la situación política, una vez estallada la guerra Alemania tuvo que poner el peso específico de su estrategia bélica en el frente occidental y arrastrar por tanto a Inglaterra

En 1914 Alemania era incapaz de participar en una guerra que no fuese un conflicto occidental contra Inglaterra y Francia a la vez; ella misma había excluido cualquier otra posibilidad. Resulta increíble leer esto, pero así fue.

En el momento en que el asunto pasó de las manos de los diplomáticos y de los políticos a los militares, el comportamiento alemán experimentó un cambio o fractura radical totalmente incomprensible. 

Hasta entonces los diplomáticos se las habían tenido que ver con Serbia y de pronto los militares se enfrentaban a Bélgica. La de julio había sido una crisis puramente oriental, motivo por el que a los alemanes precisamente les había venido tan bien, pero la guerra de agosto fue de repente una guerra occidental.

Que Alemania no fuese considerada en una guerra entre Austria y Rusia por Serbia o que reaccionase ante la movilización rusa con su propia movilización o, a lo sumo, con una declaración de guerra era evidente, pero no llegaba a poner en peligro la neutralidad inglesa.

Sin embargo, que Alemania de pronto no marchara contra Rusia, sino contra una Francia neutral y le declarase, por así decirlo, una guerra preventiva sólo por el hecho de aliarse con Rusia era algo lo suficientemente raro como para obligar a Inglaterra a movilizarse. 

Pero que Alemania además requisara como escenario bélico a una Bélgica inofensiva, neutral y absolutamente pacífica dejó fuera de juego a la fracción antibélica británica y rubricó la entrada de Inglaterra en el conflicto. Aquello fue obra del Estado Mayor alemán, que dejó a la política del país en la estacada para después aniquilarla. 

Jamás hubo un ejemplo más certero que éste para demostrar la verdad de las palabras de Clemenceau cuando afirmó que una guerra es un asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los generales.

Haffner resume, las desastrosas decisiones equivocadas, de graves consecuencias, «los siete pecados mortales», de la política del Reich en los siguientes puntos: el abandono de la política de Bismarck, el plan Schlieffen, la desperdiciada posibilidad de paz de 1916, la ilimitada guerra de submarinos, la bolcheviquización de Rusia, la desaprovechada oportunidad de reducir la guerra a una sola frontera tras la paz de Brest-Litovsk y la actitud ante la derrota al finalizar la guerra... 

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