Si el novelista más romántico de la época victoriana se hubiese sacado del caletre al capitán sir Richard Francis Burton, el personaje habría sido rechazado tanto por el público como por la crítica de aquella época racionalista, ya que lo habrían considerado excesivo, extremo, inverosímil. Burton fue el paradigma del erudito aventurero, un hombre que descolló por encima de los demás tanto en lo físico como en lo intelectual; fue militar, científico, explorador y escritor, aunque durante buena parte de su vida estuvo además comprometido en la más romántica de las actividades, la del agente secreto.
Burton nació en 1821 y murió en 1890; dicho de otro modo, vivió un periodo crucial en la historia de su país. La reina Victoria fue su soberana y Karl Marx fue su colega en la investigación, frecuentando las mismas salas de lectura de las grandes instituciones londinenses. La Revolución Industrial se hallaba en su apogeo, convirtiendo de hecho la campiña verdeciente que ensalzaron los poetas ingleses en montones de escoria y de miseria humana; las potencias europeas se habían repartido el mundo de mala manera entre diversas colonias, protectorados y esferas de influencia; los inventos que iban a cambiar el tono de la vida cotidiana empezaron a llegar en avalancha, y a medida que disminuyó ostensiblemente el grado de analfabetización de la población en general, toda clase de ideas —revolucionarias, intelectuales, científicas y políticas— impregnaron el mundo entero con la fuerza demoledora de una epidemia.
Burton fue único en todo momento, en cualquier reunión y con cualquier clase de compañía, salvo cuando se disfrazaba a propósito para trabajar como agente secreto entre los pobladores de aquellas tierras que iba absorbiendo la corona de su país. Con una estatura impresionante, cerca del metro noventa, ancho de pecho y nervudo, con «ojos de gitano», moreno y apuesto, su presencia era de una fiereza impresionante, y en su rostro destacaba la cicatriz producida por una herida de lanza que le fue causada en un combate contra unos bandoleros somalíes. Hablaba veintinueve lenguas y muchísimos dialectos, y siempre que fuese menester era capaz de pasarse por nativo de varias regiones de Oriente; por ejemplo, se hizo pasar por afgano cuando realizó su famosa peregrinación a La Meca, por gitano entre las gentes que faenaban a orillas del Indo, por buhonero indescriptible y por derviche, por santón vagabundo cuando exploró diversas zonas del Sind, Beluchistán y el Punjab, siguiendo las instrucciones de su general. Fue el primer europeo que pisó el suelo de Harar, ciudad sagrada del este de África, aun cuando una treintena de blancos hubiesen sido expulsados o asesinados años antes. Fue también el primer europeo que encabezó una expedición al África Central en busca del nacimiento del Nilo, aventura tan osada y romántica por aquel entonces como iba a serlo viajar a la estratosfera siglo y medio más tarde.
Tales hazañas desvelan únicamente la «superficie» de Burton, si bien oscurecen la interioridad del hombre, un hombre de una complejidad, sensibilidad e inteligencia extraordinarias. Aunque fue uno de los particulares mejor conocidos en su época, y aunque gozase de especial popularidad entre el público, hubo ocasiones en las que llegó a ser un proscrito entre los suyos. Por sus opiniones sobre diversos temas —el deficiente gobierno de los ingleses en sus nuevas colonias, la escasa calidad y la abrumadora ranciedad de la educación universitaria, la necesidad de la emancipación sexual de la mujer inglesa, el fracaso del Gobierno a la hora de entender que los pueblos conquistados de todo el Imperio se hallaban permanentemente al borde de la revuelta— no era ni mucho menos probable que se granjease una cierta popularidad en su patria. Sus condenas del infanticidio y del comercio de esclavos tampoco iban a hacer de él una figura particularmente querida por los orientales y los africanos. Sus intereses de estudioso a menudo enfurecieron a los victorianos más recalcitrantes, pues no en vano escribió abiertamente sobre temas sexuales que, en opinión de aquellos, más valdría que se le hubiesen quedado en el tintero; por ejemplo, los afrodisiacos, la circuncisión, la infibulación, los eunucos, la homosexualidad. Llegó a esgrimir en privado algunas opiniones que hicieron montar en cólera a su esposa, Isabel, que fue por lo general una persona tolerante, pues Burton creía apasionadamente en la poligamia, práctica que consideraba un medio idóneo para reforzar la estabilidad de la familia, al aliviar la carga de las tareas domésticas, que de ese modo no recaerían sobre una sola mujer, aparte de paliar convincentemente los males derivados de la prostitución.
En la India, debido a sus raras creencias y a sus extrañas prácticas, sus colegas y oficiales del ejército de la Honorable Compañía de las Indias Orientales le calificaron de «negro blanco» y le motejaron de «malvado Burton». (Él mismo se describía como un «bárbaro aficionado»). A edad muy temprana aprendió a guardar para sí ciertas opiniones e intereses, hasta llegar a ser un consumado maestro en una práctica de los musulmanes chiíes denominada ṭaqīya —es decir, el disimulo o el ocultamiento—, a tenor de la cual las creencias religiosas propias del individuo se mantienen ocultas frente a todos los demás. Tuvo además su faceta menos agradable, que por desgracia salió demasiadas veces a la luz pública, toda vez que podía llegar a mostrarse exacerbadamente intolerante para con otros hombres, así como brutalmente sarcástico, reflejando hasta extremos insospechados los prejuicios populares contra los negros, los judíos o los asiáticos. Ahora bien, comprendió a la perfección los perniciosos efectos que iba a surtir la occidentalización entre las diversas poblaciones indígenas, y advirtió en reiteradas ocasiones acerca de esta amenaza, aparte de mostrar una enorme simpatía por la raza árabe en general y en particular por los habitantes del desierto que denominamos con excesiva vaguedad beduinos. Además, sus comentarios acerca de sus compatriotas ingleses destilaban un intenso esnobismo, en una época en la cual la conciencia de clase era un hecho cruel y evidentísimo para cualquier observador.
Más allá de todo esto hay que tener en cuenta sus investigaciones acerca de los usos y costumbres de los pueblos primitivos o semibárbaros, pueblos que en algunos casos han desaparecido hoy de la faz de la tierra; hay que tener en consideración la vastedad de sus conocimientos sobre diversos pueblos indígenas. Fue un auténtico pionero en los estudios etnológicos, y puede incluso parangonarse con el gran estadounidense Lewis Henry Morgan (La liga de los iroqueses, 1851), aunque la contribución científica de Burton solo ha sido debidamente reconocida hace bien poco tiempo. Quizá, tan importante como cualquier otra de sus ocupaciones fue su papel en lo que más tarde habría de llamarse la «Gran Partida», según expresión que popularizaría Rudyard Kipling en Kim.
En la Gran Partida invirtió Inglaterra gran parte de sus energías a lo largo del siglo XIX. La competición que se había desencadenado entre las potencias europeas, competición centrada en el dominio de Asia y el Oriente —por razones primordialmente económicas—, terminó por convertirse en una pugna entre Rusia y Gran Bretaña, pugna librada sobre todo en secreto, aunque a veces dirimida mediante acciones militares, que tendría por premio el dominio de una amplísima región del mundo situada al este del Canal de Suez.
El papel que desempeñó Burton dentro de la política colonial de su país fue de suma importancia, aunque se haya definido defectuosamente. Nunca escribió con claridad sobre estas cuestiones, aunque sí ha sembrado de claves algunas de sus obras —sobre todo sus crípticas referencias al uso de «los fondos del Servicio Secreto» en el derrocamiento de ciertos caudillos nativos o al «lado oculto» de las grandes victorias militares—. Algunas de sus exploraciones trajeron consigo consecuencias cruciales en la época, como es el caso de su participación, en la década de 1840, en una trama destinada a derrocar al sah de Persia. No en vano fue uno de los agentes que contribuyeron de forma decisiva a poner con firmeza bajo el control británico las provincias del Sind, el Beluchistán y el Punjab occidental. (Hoy en día forman las tres el moderno estado de Pakistán). Fingiendo ser un simple aficionado a las investigaciones arqueológicas, exploró asimismo ciertas zonas de Palestina, del Líbano y de Siria, que su Gobierno consideraba dignas de ser expropiadas a quienes entonces detentaban su dominio. Hubo otras zonas que, prácticamente por cuenta propia, exploró para Inglaterra, para sugerir a continuación la toma por la fuerza de estas zonas. En la entrada «Burton» de la Encyclopaedia Britannica (en su undécima edición, de 1911), entrada que parece cuando menos un tanto acerba, Stanley Lane-Poole, uno de los «enemigos encubiertos» más acérrimos que tuvo Burton en vida, intentaba señalar —sin llegar a revelarlos— ciertos secretos de Estado relativos a que «las exploraciones de Burton por el este de África tuvieron por objeto zonas que desde entonces han sido de peculiarísimo interés para el Imperio británico», insistiendo en que sus ulteriores exploraciones «por el extremo opuesto de África, por Dahomey, Benin y la Costa de Oro… se hicieron por territorios que también han pasado a formar parte de las “cuestiones” imperiales del momento».
En Oriente, la religión y el sexo no son ni mucho menos incompatibles, al contrario de lo que tan a menudo sucede en Occidente. En sus escritos, Burton desveló determinados puntos de vista en materia sexual en los cuales la Inglaterra victoriana desde luego no se atrevió a entrar. Insistió inflexiblemente en que las mujeres gozan con el sexo tanto como los hombres, en una época en la cual a las novias victorianas se les decía, a las puertas del matrimonio, que su deber era «yacer, estarse muy quietas y pensar en el Imperio». Burton tradujo unas cuantas obras que hoy en día son clásicos en su género, obras que contribuyeron a poner en boga nuevas actitudes respecto al sexo en todo el mundo occidental. Sus versiones, acompañadas con la sustancia de sus propias opiniones y experiencias, profusamente anotadas, de obras eróticas tales como el Ananga Ranga, el Kama Sutra (cuyo descubrimiento hay que atribuírselo a él), El jardín perfumado e incluso sus Mil y una noches, llevan al lector a contemplar que, desde el punto de vista de Burton, el sexo, para hombres y mujeres por igual, nada tenía que ver con un incómodo deber que hubiese contraído el ser humano para con la propagación de la especie, ya que constituye un placer que ha de gozarse con entusiasmo y vivacidad.
Bajo la implacable energía física e intelectual de Burton existió casi en todo momento un intenso tumulto interior. Sufrió a menudo de serios brotes depresivos, y fue adicto a diversas drogas. El cannabis y el opio fueron sus principales vías de escape, y llegó a experimentar con narcóticos menos conocidos, como el khat, del cual se dice que surte efectos priápicos. A comienzos de su madurez llegó a tal grado de alcoholismo que su trayectoria profesional quedó en entredicho. Consiguió librarse de sus adicciones y sus dependencias, y logró pasar los últimos años de su vida totalmente alejado de los narcóticos y del alcohol, aunque para entonces su salud hubiese quedado seriamente resentida por tantos excesos. Su interés por el sexo llegó a ser en cierta etapa de su vida prácticamente una obsesión incontrolable, aunque después de contraer matrimonio parece haber sido enteramente fiel a su esposa.
Su matrimonio es en efecto otra de sus facetas que no ha sido plenamente estudiada. En una época en la que en Inglaterra a los católicos se los tenía por ciudadanos de segunda categoría, aun cuando se hubiesen aprobado las leyes conducentes a su emancipación en pie de igualdad con los fieles anglicanos, contrajo matrimonio con una católica inglesa, Isabel Arundell; para su familia y sus coetáneos, aquella boda fue como si hubiese desposado a una mujer extraída de lo más profundo del África tribal. Su matrimonio constituye de ese modo un intento por forzar la ruptura de barreras más formidables que los desiertos, los nómadas beduinos que se encontró de camino a La Meca o los pantanos infestados de miasmas que atravesó en África Central. La Inglaterra victoriana se mostró continuamente fustigadora y vituperante sobre la persona de lady Burton; los prejuicios que la rodearon entonces aún se dejan sentir en ciertos ecos de sus propios escritos acerca de su marido. Sin embargo, de aquel enlace que tan peligroso pareció en principio para ambos cónyuges, resultó un matrimonio sólido y feliz, que requiere una consideración distinta de las realizadas hasta la fecha.
Burton fue un gran narrador, pero escribió muy pocas páginas acerca de su persona, salvo en términos crípticos y con un estilo llamativamente desapegado —era en efecto una persona muy celosa de su intimidad—, como si el intenso y más recóndito sentido de las aventuras que padeció estuviese destinado a permanecer para siempre en el seno de la tradición oral, sin que nadie pudiera ponerlo por escrito. Es de lamentar que muy pocas de estas historias se llegasen a recoger, que sus amigos no tomasen nota de todas ellas. Isabel Burton llegó a expresar su deseo de que su marido hubiese escrito una novela acerca de su propia vida, cosa que él nunca llegó a hacer. «Al principio pensó que un libro de tal índole nunca encajaría dentro de los criterios morales de Mrs. Grundy [la mítica encarnación de la censura británica], y dio en pensar que siempre podría retener a un escogido grupo de amistades a su alrededor hasta el amanecer, contándoles sus deliciosas experiencias, mientras que por escrito, y menos aún en letra impresa, estaba convencido de que no podría nunca hablar de sí mismo».
A pesar de ello, Burton ha sido un personaje muchas veces biografiado, aparte de haber servido de base para ciertos personajes de ficción. El propio Rudyard Kipling lo retrató al menos en dos ocasiones, una en el personaje de Strickland que figura en el relato titulado «El criado de miss Youghal», y otra, aunque más vagamente, en el coronel Creighton, el misterioso agente británico que aparece en Kim; ciertos matices de Burton pueden detectarse también en Lurgan, el extraño tendero. Kim está repleto de anécdotas que suenan tal como si Kipling las hubiese oído directamente de labios de Burton o de los amigos de Burton, y su descripción de Strickland en el relato mencionado responde punto por punto a la de Burton, hasta en sus últimos detalles, aparte de estar basada en el retrato de «un joven oficial inglés» (que es el modo en que Burton gustaba de referirse a sí mismo) que figura en uno de los libros de viajes escritos por Burton, Goa, and the Blue Mountains [Goa y las montañas azules], escrito a partir de las notas que había tomado en la India a lo largo de la década de 1840.
La descripción de Strickland da cuenta virtualmente en su totalidad de Burton tal y como era en su época de la India: «Un sujeto callado, moreno, joven… soltero, de ojos negros… que, cuando no se daba a pensar en otras cosas, podía ser un compañero interesantísimo». Strickland «mantenía la extraordinaria teoría» de que un oficial en la India «debería intentar por todos los medios saber acerca de los nativos tanto como los nativos mismos».
Siguiendo al pie de la letra su absurda teoría, se metía por desabridos lugares, que ningún hombre respetable que estuviera en sus cabales se habría dignado a pisar, siempre entre el continuo rifirrafe de los nativos. Se educó de esta peculiar manera por espacio de siete años, lo cual nadie llegó a apreciar. Andaba perpetuamente husmeando entre los nativos, actividad en cuya utilidad no puede creer ningún hombre que se precie. Se inició en el Sat Bhai [los Siete Hermanos, un culto hindi y tántrico] en Allahabad mientras estuvo de permiso; conocía la Canción del Lagarto de los sansíes, y también la danza del Hálli-Hukh, que es una especie de cancán religioso del más asombroso jaez. Y es que si un hombre llega a conocer cómo se danza el Hálli-Hukh, y dónde y cuándo, sabe algo de lo que puede estar orgulloso. Ha profundizado a fondo… En cierta ocasión, en Jagadhri, contribuyó en la Pintura del Toro de la Muerte, actividad a la que jamás debiera dedicarse ningún inglés; había llegado a ser un maestro en la jerga que utilizan los ladrones de los chángars; había capturado él solo, cerca de Attock, a un eusufzai que robaba caballos; se había plantado bajo el dosel de una mezquita en la frontera y había conducido los servicios religiosos a la manera de un mollah sufí.
Su logro definitivo estuvo en haber pasado once días como faquir o sacerdote en los jardines de Baba Atal, en Amritsar, investigando las pistas del gran caso del asesinato de Nasíban… La solución del caso del asesinato de Nasiban no le hizo ningún bien dentro del escalafón; ahora bien, tras su primer brote de cólera regresó a su bizarra costumbre de investigar a todas horas la vida de los nativos. Cuando un hombre llega a desarrollar un gusto por esta clase de entretenimientos, dicho gusto le ocupa ya todos los días de su vida. Es una de las cosas más fascinantes de este mundo… Cuando otros oficiales se marchaban durante diez días a descansar en las Colinas, Strickland aprovechaba sus bajas y permisos para dedicarse a lo que llamaba shikar [la caza], disfrazándose tal como le viniera en gana en ese momento, para internarse por entre la muchedumbre de color, que lo engullía durante una temporada.
En resumidas cuentas, «los nativos aborrecían a Strickland, pero les infundía verdadero miedo. Sabía demasiado».
Escrito por Edward Rice y publicado por Siruela, el libro "El capitán Richard F. Burton" tiene 652 páginas y puede ser adquirido por un precio de 29,95 euros.
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