La justicia se
administra por y para los hombres. Los jueces son seres
humanos con sus virtudes y defectos,
se forman en una sociedad y una cultura,
por lo que están condicionados por estas hasta
el punto de que lo que unas civilizaciones entienden
como Derecho otras lo ven como aberración.
Incluso
el Magistrado más culto y prudente, en una aplicación
exacta de las Leyes de su tiempo, pudo
haber dictado una Sentencia que nos resulte difícil de
aceptar, ya que su mentalidad y sus conocimientos pueden distar
mucho de los nuestros.
En el Israel del siglo
I, la situación de sumisión a un Imperio pagano, con el
nivel de desesperanza que esto implicaba, con la corrupción
generalizada de sus gobernantes y con la pobreza
endémica de la región, hacía que el respeto a las
Leyes viniese impuesto por los dirigentes
religiosos, muchas veces, eso sí, secundado por los creyentes más
convencidos.
El castigo mediante lapidación no
era infrecuente, y en él participaba la comunidad
en pleno, en una catarsis de defensa de Dios.
El miedo imponía
en los humildes el respeto a la Ley, y
la conveniencia, en los poderosos.
Todos los
que, antes y después de Jesús, predicaron al pueblo de
Israel ser los anunciados por los Profetas, designados por
el Altísimo para establecer el reino de Dios en la
tierra, tuvieron el mismo fin que le esperaba a
él en su Sentencia.
Para
un judío, y según la propia Ley mosaica que
tanto defendió Cristo, el Nazareno, al
proclamarse hijo de Dios, y Dios como Él mismo,
estaba cometiendo blasfemia.
Señala Vázquez
Taín que, atendiendo modo en que se celebró el juicio y
la postura que adoptó Jesús, con confesión
incluida, no cabía otro castigo que la pena
capital.
Algunos
autores consideran que en el juicio penal de Jesús no se dictó
una Sentencia en forma.
En
realidad, el proceso extraordinario no requería de una formalidad
especial para el fallo y podría haberse limitado a un
lacónico Ibis ad crucem («Irás a la cruz»).
En
las penas infamantes —aquellas que llevaban consigo el escarnio
público—, el motivo de la condena se escribía en
una tabla blanqueada con cal que se colgaba al cuello del penado.
Se
realizaba así una labor de prevención contra futuras
conductas similares, ya que se anunciaba a todos los que
sintiesen esa tentación que «si delinquís, esto es lo que os espera».
En el caso
de Jesús, en los Evangelios se relata cómo el
propio Poncio Pilato escribe en el letrero IESVS
NAZARENVS REX IVDAEORVM, o «Jesús el Nazareno, rey de los judíos».
Para
que todos entendieran la razón de la crucifixión,
el letrero estaba también en griego y
en hebreo.
Según Vázquez
Taín, si hubo un cartel en el que se hizo constar el crimen por
el que se condenaba al reo, todo indica que hubo una Sentencia y
una condena, pues no tiene sentido que se plasme
por escrito un crimen si este no fue
declarado, máxime cuando en aquella época se crucificaba a
cientos de personas cada año sin juicio alguno y, por
tanto, sin dejar constancia de sus crímenes.
Los griegos
clásicos distinguían entre la Ley natural, o Themis,
y la Ley escrita, o Nomos.
La primera,
dictada por los dioses, había regido Grecia desde
los tiempos más remotos. Pero con el fin de impedir que
los propios gobernantes pudieran contravenir sus preceptos,
los legisladores (nomothétes) fueron fijando las normas
naturales como disposiciones escritas.
Las Leyes de
los hombres se dictaban para temas concretos y
en momentos concretos, y eran mutables.
El juicio comenzaba
con la lectura de la denuncia por parte del Hegemón y,
a continuación, cada parte pronunciaba su discurso.
El tiempo estaba
fijado en función de la complejidad del caso y se medía
mediante una clepsidra, o reloj de agua. Las sesiones eran continuas y
debían finalizar en una sola jornada.
Una
vez acabado el debate, se efectuaba una primera votación y
cada jurado depositaba su voto en un ánfora.
Al
principio fueron piedras blancas o negras, pero posteriormente
se elaboraron piezas de bronce con la inscripción de «culpable»
o «inocente» grabada en su superficie.
En caso
de empate, que podía producirse si algún jurado no votaba, el acusado era
considerado inocente.
Si al denunciado se
le declaraba culpable, la Sentencia era inapelable y
se producía un segundo debate para fijar la pena.
En Atenas,
las Leyes no establecían un castigo concreto para cada
crimen. El acusador proponía el que estimase
conveniente, y el condenado, a su vez, debía plantear
otro.
Las penas iban
desde la muerte, normalmente por envenenamiento, hasta
el exilio o una simple multa.
Cada parte debía
sugerir, por tanto, la sanción que le pareciese adecuada y
los Jueces tenían que escoger entre una de las
dos, por lo que la elección podía producirse al descartar
una, o bien por pequeña, o bien por excesiva.
Como no
existía policía tal y como hoy la entendemos, un grupo conocido
como «los once ciudadanos», pues tal era su número, era el responsable de
garantizar que el acusado compareciese en el juicio.
Meleto, hijo
de Meleto de Piteas, acusó y llevó a juicio a Sócrates,
hijo de Sofronisco de Alopecia, por las siguientes ofensas: no
reconocer a las divinidades reconocidas por la ciudad y por dar
a conocer nuevas divinidades. Además, se acusaba de corromper
a la juventud. En el juicio, la acusación solicitó
que se condenase a Sócrates a la pena
capital.
El alegato
de Sócrates fue sorprendente: "Ah,
atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho
más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la
muerte. Esta es la razón, por que, viejo y pesado como
estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte;
mientras que la más ligera, el crimen, está adherida
a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza.
Yo voy a sufrir la muerte, a la que me
habéis condenado; pero ellos sufrirán la iniquidad y la
infamia a que la verdad les condena. Con
respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán
al suyo.Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para
morir, vosotros para vivir. Entre vosotros y yo, ¿quién lleva la mejor
parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios".
Nadie puede
negar que, tras ser declarado culpable, Sócrates buscó
intencionadamente la pena de muerte ofreciendo una propuesta
de condena inaceptable por los jueces.
Algunos
sostienen que lo hizo por coherencia con su respeto a
las leyes, pero para eso no era necesario provocar a los jurados
pidiéndoles una renta a cargo del Estado.
Lo cierto
es que no resulta fácil entender qué era lo que pretendía, aunque
ha de tenerse en cuenta que Sócrates no podía pagar multa
alguna y que habría necesitado la ayuda de
sus discípulos, lo que habría supuesto una clara
humillación ante sus enemigos.
Y tampoco
podía proponer el destierro, pues eso le habría supuesto un vagar
sin término y sin oficio.
La ejecución
de Sócrates se erigió para la Historia en
un ritual de purificación de sus posibles faltas humanas, trascendiendo únicamente
sus virtudes intelectuales.
En la Francia del siglo XIV, el juicio a la Orden
del Temple se ajustó, desde el punto de vista jurídico,
a las propias normas de la
Inquisición.
Toda confesión,
aun la obtenida bajo tortura, era válida para fundamentar una condena.
Así que
se emplearon a fondo para conseguir el mayor número de
ellas, incluso a costa de matar a un alto porcentaje de detenidos.
Después,
solo había que neutralizar la reacción papal para evitar que
los interrogatorios, aunque fuesen irregulares,
se anulasen, lo que, en efecto, se consiguió.
Cualquier templario que
se arrepintiese de su confesión y se retractase incurriría
en nueva herejía, por lo que sería considerado relapso y
podría ser quemado de forma inmediata antes
de que alguien saliese en su defensa.
Los animales han
sido sometidos a juicio por todo tipo de crímenes,
incluidos los políticos.
Recuerda Vázquez
Taín que, en plena Revolución francesa, cuando las tropas
revolucionarias acudieron a apresar al Marqués de Saint-Prix,
el mastín del noble galo se dejó llevar por
sus instintos y defendió a su amo.
El mastín fue juzgado junto
con el Marqués por actividades antirrevolucionarias y condenado a
su misma suerte: los dos fueron guillotinados.
Pone en
duda Vázquez Taín que el
juicio a Galileo a Galiliei llegase realmente a existir, y apunta que todo
pudo haber sido una farsa.
Sostiene el
autor que no puede hablarse de una lucha entre ciencia y fe, pues afirmar
esto entraña ignorar
intencionadamente un dato crucial: Galileo era profundamente creyente y nunca habría ido contra sus sentimientos religiosos.
Es más, Vázquez
Taín razona que afirmar que la Iglesia
católica, desde su ignorancia,
trató de frenar la luz del conocimiento implica olvidar que los científicos
jesuitas tenían razón en la relación de las mareas con la rotación de
la Luna y en la existencia de
los cometas, frente a las teorías de Galileo.
Ningún científico llegó a afirmar con
rotundidad la rotación de la Tierra
hasta el péndulo de Foucault.
En cuanto al siglo XX, el autor apunta explica críticos con los juicios de Núremberg suelen enfocar sus ataques, o bien desde una ideología
política contraria a las dos grandes
potencias que protagonizaron el proceso
(Estados Unidos y la Unión Soviética), o bien desde los conceptos jurídicos entendidos en sentido
estricto.
Sea cual
sea la perspectiva desde la que se analicen los procesos de Nuremberg, nunca se podrá negar el enorme esfuerzo realizado, especialmente por los Magistrados que formaron parte del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg.
Se trataba
de dar una respuesta distinta a la
simple venganza y, al mismo tiempo,
de fijar con objetividad los hechos que habían acontecido durante el
conflicto bélico.
Frente a
los fusilamientos sumarios que algunos
pretendían, los Magistrados optaron por unas condenas
y absoluciones razonadas de la mejor manera posible, aun cuando no se compartan los criterios.
Frente a la
mayoría de opinión pública, que esperaban la condena a muerte de todos los acusados, los Magistrados demostraron valentía
absolviendo a tres acusados y no
condenando a muerte a varios.
Pero Vázquez Taín también se muestra crítico con los juicios de Nueremberg y señala que el tribunal se quedó muy corto y
perdió una magnífica oportunidad de sentar
precedente como Tribunal Penal
Internacional, ya que algunos hechos
que se pusieron a debate por parte
de la acusación deberían haber
tenido una respuesta expresa en la Sentencia.
Todos los buenos propósitos con los que se creó
el Tribunal Militar Internacional de
Nuremberg se desvanecieron en cuanto
los intereses individuales de cada
potencia se vieron en peligro.
Los proyectos para constituir una Corte Penal Internacional con
competencias para juzgar crímenes de
guerra se dejaron a un lado y no fue hasta 1998 cuando finalmente se creó,
mediante la firma del Estatuto de Roma,
aunque con la postura contraria de Estados Unidos, que desde entonces ha
tratado de bloquear su funcionamiento,
pues el Gobierno estadounidense no
parece estar dispuesto a ver a ninguno de sus soldados sentado en el banquillo
de los acusados por crímenes de
guerra.
Vázquez Taín cierra el libro analizando
uno de los procesos más mediáticos
del siglo XX, el juicio a OJ Simpson.
El 2 de octubre de 1995, el juicio más largo jamás celebrado en Estados Unidos llegaba a su fin.
Se calcula
que el erario público se gastó más
de dieciséis millones de dólares en
este proceso, que mantuvo en vilo a más de cien millones de personas
Tres horas
después de retirarse a deliberar, el
jurado ya había alcanzado un veredicto.
Sus ganas de acabar, tras casi ocho meses de reclusión, eran más que visibles. O. J. Simpson fue declarado no
culpable.
Hasta cinco de los miembros del jurado, en entrevistas posteriores, reconocieron que creían que Simpson había
cometido los crímenes, pero que la fiscalía no lo había probado.
Pese a las evidencias, una minoría oprimida tuvo la oportunidad
de vengar los cientos de juicios en los que la mayoría blanca había impuesto su Ley.
Y lo hizo
de la única forma en que se ejecutan las venganzas: imponiendo una injusticia
para compensar otras injusticias.
En mayo de 1997, los padres de Ronald Goldman –el hombre que, según el jurado, no
había sido asesinado por Simpson-, presentaron una demanda civil contra O. J.
Simpson para reclamarle los daños y
perjuicios causados como autor de una muerte
imprudente.
Al mes siguiente se les unió el padre de Nicole Brown. –la esposa de Simpson, que, según el jurado, no había sido asesinada por éste-.
Al no tratarse del mismo delito —el
anterior había sido por asesinato— y
ahora se trataba de un pleito civil y no
penal, la demanda fue admitida a trámite.
El juicio se celebró en Santa Mónica. Se prohibió el acceso de las cámaras
a su Sala de Vistas y, como se
trataba de un proceso civil, Simpson no pudo ampararse en el derecho a no declarar contra si mismo y no
confesarse culpable y se vio obligado
a declarar.
Simpson no pudo explicar muchas de las evidencias que le incriminaban, como, por ejemplo, dónde se encontraba en el momento
en el que se produjeron los asesinatos
o cómo se había hecho el corte en el
dedo.
Esta vez,
los miembros del jurado, de acuerdo
con el porcentaje de la población,
fueron mayoritariamente blancos.
Los debates tuvieron un carácter técnico y se limitaron a tratar aspectos jurídicos de las evidencias, como su credibilidad o su falta de ella.
Muchas de
las pruebas del proceso anterior volvieron a presentarse, otras se desecharon por no guardar relación con lo que se debatía, y solo alguna
fue novedosa.
Los mismos hechos, lejos ya de las cámaras, pasado el espectáculo y con otro
jurado, fueron suficientes para
que por unanimidad se dictara un veredicto de culpabilidad.
Con este
ensayo, Vázquez Taín demuestra que
muchos de los principios fundamentales del Derecho que
creemos eternos e inviolables realmente son fruto de
la concepción social y de la doctrina de la época
concreta en que se aplican.
Y no
quiere ello decir que sean más o menos acertados o correctos.
Simplemente son el fruto de la sociedad y el Derecho
de su tiempo.
Publicado,
en abril de 2018, por Espasa, el ensayo histórico-jurídico "Grandes
Juicios de la Historia" tiene 384 páginas y
puede ser adquirido por un precio de 19,90 euros.
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