Se llamaba Don Alejo García Tamés, era un viejo ranchero mexicano, trabajador, honrado, un hombre de palabra.
Es abril de 2011 y Don Alejo oye alboroto fuera de su hacienda y va a ver qué ocurre. Sus trabajadores parecen aterrados, y a Don Alejo no le gusta que la gente moleste a sus trabajadores.
Don Alejo tiene más de setenta y siete años, es alto y todavía conserva una espalda recta. Es un hombre parejo y siempre cumple su deber.
Sale a la puerta y ve a unos hombres pasando por delante de la casa en camionetas y todoterrenos, disparando al aire con sus AK-47 y AR-15, haciendo sonar la bocina y gritando obscenidades. A Don Alejo tampoco le gusta eso.
Tres hombres se bajan de un todoterreno y se dirigen al porche. Van vestidos como vaqueros, pero al instante se da cuenta de que no han trabajado un solo día en un rancho.
El suyo tiene doscientas hectáreas, lo cual no es mucho para la zona, pero es perfecto para él. Además, se encuentra a orillas de un hermoso lago con patos, ocas y buena pesca. Casi todas las mañanas va allí antes de que amanezca y recuerda a su amada Carolina, su chnita.
—¿Es usted Alejo García? —pregunta bruscamente uno de los hombres .
—Soy Don Alejo García Tamés, sí.
—¿Este rancho es suyo?
—Sí.
—Somos los Zetas —anuncia, como si eso fuera a asustarlo.
Pero no.
Don Alejo tiene una vaga idea de que los Zetas son una especie de banda de narcotraficantes que han causado problemas en las ciudades, pero no tiene miedo. Mantiene poca relación con las ciudades, y menos aún con las drogas.
—¿Qué quieren? —pregunta.
—Vamos a confiscar esta propiedad —dice el hombre—. Tienen veinticuatro horas para evacuarla.
—No lo creo.
—No se lo estamos preguntando, viejo. Se lo estamos diciendo. Tiene tiempo hasta esta noche o le mataremos.
—Lárguense de mis tierras.
—Volveremos.
—Les estaré esperando.
Don Alejo tiene unos modales y un porte aristocráticos, pero no lo es. Don Alejo no heredó el rancho, se lo ganó igual que se ganó el título de Don: con el sudor de su frente. Y no piensa dárselo a nadie.
Construyó la hacienda con sus propias manos y con la ayuda de otros lugareños, y supervisó con cariño hasta el último detalle.
La vivienda tiene dos plantas, con gruesas paredes de adobe de color barro y ventanas saledizas.
La puerta principal, hecha de madera maciza, queda a la sombra de un hondo portal sostenido por zapatas talladas a mano provenientes de sus aserraderos.
En el interior, unas largas vigas de madera recorren todo el salón y están unidas a la pared con ménsulas talladas artesanalmente.
En el techo hay delgadas latillas entrecruzadas. Los suelos son de baldosas de terracota pulidas, con alfombras indias y una chimenea de arcilla en un rincón. La casa es hermosa, modesta y digna.
El atuendo de Don Alejo es impecable, como de costumbre. Carolina, su chinita, siempre fue bien acicalada; era una señora, y él no la decepcionaría jamás no vistiendo como un caballero. Cuando va a llevarle flores a la tumba, situada en un terreno consagrado en una loma con vistas a su querido lago, lleva traje y corbata.
Don Alejo reúne a sus trabajadores, les paga los que les debe y les pide que no regresen el día siguiente.
Don Alejo ya no tiene edad para correr, es demasiado viejo orgulloso para refugiarse en la casa de su hija en el Distrito Federal. También es demasiado tarde para empezar arrodillarse.
Así que Don Alejo no va a hacer ninguna estupidez, no va a dejar su finca, no va a salir huyendo como un ladrón en mitad de la noche. Eso sí que sería estúpido. Ésta es su casa y va a defenderla como un hombre libre y digno, a puros plomazos.
Don Alejo abre el arsenal y elige cuidadosamente un Krag .30-40, un Mannlicher-Schönauer, el Winchester 70, el Winchester 74 y el Savage 99. Cada uno de esos excelentes rifles le trae un recuerdo distinto.
El Savage, aquel fabuloso viaje a Montana con Julio y Teddy, dos viejos amigos ya difuntos, y los whiskies que tomaban junto a la hoguera para soportar mejor el frío por las noches.Los Winchester, las largas caminatas en Durango.
El Mannlicher le recuerda el viaje a Kenia y Tanganica y las lentas tardes bajo un toldo con Carolina, ella sentada fuera de la tienda leyendo o pintando, y el viejo cocinero africano que preparaba mejor el cabrito que ellos en México.
El Krag... El Krag fue un regalo de cumpleaños de Carolina y estaba muy contenta de que le hubiera gustado tanto...
Don Alejo apoya cada uno de los rifles en los alféizares tallados en las gruesas paredes de adobe. Luego deja una caja de munición al lado.
Calienta el pato que queda y se sienta a cenar con una botella de vino fuerte. El pato lo mató él mismo, al igual que hace con el pichón, que Lupe, la cocinera que lleva más de treinta años trabajando para él, prepara tan bien con arroz salvaje.
Después de la cena sube al piso de arriba y se da un largo baño, frotándose la piel hasta que adquiere un brillo rosado, y luego se afeita poco a poco y con esmero y se perfila el fino bigote, porque es importante mostrar su mejor aspecto a Carolina.
Se pone una camisa blanca con mangas francesas y los gemelos que Carolina le regaló por su décimo aniversario. Después se enfunda una cazadora de tweed, pantalones de lana y una corbata de seda de un intenso tono borgoña que a ella le gustaba especialmente.
Satisfecho con la imagen que le devuelve el espejo, baja de nuevo, se sirve dos dedos de whisky puro de malta, se sienta en la vieja butaca de piel y se lo bebe mientras lee (hoy toca "El Buscón", de Quevedo: "Yo, señor, soy de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo..."). Don Alejo se duerme leyendo.
Lo despiertan bocinas, gritos y risas, y consulta el reloj que hay sobre la repisa de la chimenea. Son algo más de las cuatro de la mañana, poco antes de su hora de levantarse.
Don Alejo se acerca a la ventana en la que tiene apoyado el Savage y mira hacia fuera. Los idiotas conducen en círculos como los indios en una mala película del Oeste estadounidense, ululando, disparando al aire y profiriendo más obscenidades.
Finalmente se detienen y el hombre con el que habló antes se encarama al techo de su vehículo y exclama: —Alejo García, hijo de p...
El disparo de Don Alejo le alcanza de lleno en la frente. Ningún perro malparido le va a faltar al respeto a la madre de Don Alejo.
Don Alejo se dirige a la siguiente ventana. Los coches y las camionetas están parados y sus ocupantes se apean.
Don Alejo apunta a uno de ellos, que se acerca corriendo; recuerda que debe darle menos margen que a un ciervo y lo derriba de un único disparo con el Krag.
Se va a la otra ventana y, al volverse, ve balas entrando por la ventana que acaba de dejar vacía. "Esos idiotas se creen que todo el mundo es tan tonto como ellos", piensa.
Don Alejo se apoya el Mannlicher en el hombro, apunta al Zeta que parece ser el segundo al mando y le dispara entre los ojos. Luego se dirige a la ventana contigua.
Uno de los idiotas tiene cerebro suficiente para echarse a tierra y deslizarse como una serpiente hacia la puerta principal. Don Alejo nunca ha disparado a una serpiente con un rifle, aunque ha matado a muchas cascabel con pistola, pero el principio es el mismo y lo despacha con una bala del Winchester 70.
Entonces ve a otros dos Zetas acercándose presurosos hacia la puerta. Sujetando aún el Winchester 70, coge el 74 y se sitúa a tres metros de la entrada con un rifle en cada mano. Se oye un pequeño estallido, la puerta se abre y Don Alejo dispara los dos rifles y alcanza a ambos en la tripa.
Se retuercen, gritando de agonía y manchando de sangre la madera, que ahora habrá que pulir con arena.
Don Alejo vuelve a la primera ventana y ve a los Zetas buscando cobijo detrás de los vehículos.
Los oye hablar y entonces ve los tubos asomando. Sabe que son lanzagranadas y eso le irrita, porque su hija y sus nietas no podrán disfrutar de la casa en la que tan felices fueron Carolina y él.
Pero ha dejado un testamento al abogado Don Armando Sifuentes con instrucciones claras de qué hacer si se produce un incendio, y está seguro de que el abogado se ocupará de ello.
Don Alejo también sabe que no estará allí para ver la reconstrucción de la casa y se entristece un poco, pero sobre todo siente una honda felicidad porque pronto se reunirá con Carolina y se alegra de haberse afeitado. Cuando empieza el incendio, no le llega olor a ceniza, sino a lilas silvestres.
Cuando llegan los marines, la hacienda de Don Alejo es una ruina humeante. Delante de la casa yacen cuatro cadáveres y dos Zetas heridos se retuercen en posición fetal en el porche.
Manuel, el hermano de Don Alejo, llamó al puesto de los marines en Monterrey y se desplazaron en helicóptero lo más rápido posible, pero llegan demasiado tarde. Manuel encuentra el cuerpo de Don Alejo y, entre lágrimas, se arrodilla a su lado.
Espoleándolos un poco, los Zetas heridos cuentan lo sucedido. Los Zetas le tenían tanto miedo a Don Alejo que dejaron atrás a sus muertos y ni siquiera se acercaron a los escombros de la casa para recuperar a los heridos. Los coyotes querían pollo y cayeron todos en trampas.
Escrito por Ricardo Vitbor y dibujado por Max Vento, el álbum "El Viejo y el Narco", que fue publicado, en octubre de 2019, por Panini Comics, tiene 64 páginas a color y puede ser adquirido por un precio de 13,00 euros.