domingo, 17 de julio de 2022

"ALEJANDRO MAGNO. CONQUISTADOR DEL MUNDO", DE ROBIN LANE FOX

"... Amigo, si por desertar de la guerra que tenemos delante

tú y yo estuviésemos destinados a vivir para siempre, sin conocer la vejez,

abandonaríamos; yo no lucharía entre los primeros,

ni te enviaría a la batalla que confiere gloria a los hombres.

Pero tal como están las cosas, cuando los ministros de la muerte están cerca

a millares, y cuando ningún hombre nacido para morir puede escapar de ellos o siquiera eludirlos,

vayamos..."




Esta no es una biografía ni pretende tampoco establecer certezas en nombre de Alejandro. Más de veinte contemporáneos de Alejandro escribieron libros sobre él y ninguno se ha conservado. 

Son conocidos a través de las citas de autores posteriores, pero ninguno preservó la redacción original: a su vez, estos autores posteriores sólo los conocemos gracias a los manuscritos de copistas aún más tardíos, y, en las cuatro fuentes principales, estos manuscritos no están completos. 

La historia más detallada se remonta a un único manuscrito cuyo texto no puede ser cotejado; otra, muy utilizada, a menudo se copió de manera ilegible. 

Alejandro no dejó ninguna carta de carácter informal cuya autenticidad esté más allá de toda duda, y los dos extractos conocidos de documentos de carácter formal se refieren a cuestiones políticas. 

En el bando enemigo, su nombre sobrevive en una inscripción funeraria licia, en inscripciones egipcias de dedicatorias a templos y en algunas tablillas babilónicas que tratan temas relacionados con la construcción y la astronomía. 

La creencia de que el pasado lejano puede recuperarse a partir de los textos escritos no deja de ser ingenua, pero, en el caso de Alejandro, incluso los testimonios escritos escasean y, los que se conservan, a menudo son peculiares. 

Empero, conozco mil cuatrocientos setenta y dos libros y artículos sobre el tema publicados en los últimos ciento cincuenta años, muchos de los cuales adoptan un tono de seguridad que, ya sólo por eso, pueden ser descartados. 

San Agustín y Cicerón, y quizá también el emperador Juliano, son las únicas figuras de la Antigüedad cuya biografía se puede intentar recuperar, y Alejandro no está entre ellas. 

Este libro es una búsqueda, no un relato, y cualquier lector que lo tome por una pintura detallada de la vida de Alejandro lo empezará con una suposición equivocada.

La mayoría de historiadores han creado a su propio Alejandro, y una visión parcial del personaje corre el riesgo de haber pasado por alto la verdad. 

Hay aspectos que no pueden ser discutidos, como la extraordinaria resistencia que tenía un hombre que sufrió nueve heridas. Una de esas heridas le partió el tobillo, otra fue causada por una flecha que le atravesó el pecho, otra por una saeta que, lanzada desde una catapulta, le atravesó el hombro. Dos veces lo alcanzaron en la cabeza y el cuello, y en una ocasión se le nubló la vista a causa de un golpe. 

En el frente de batalla siempre demostró una valentía que rayaba en la locura, una actitud que desde entonces muy pocos generales han considerado adecuada; Alejandro se propuso mostrarse como un héroe y, desde el Gránico hasta Multan, dejó tras de sí un rastro de heroicidades que nunca ha sido superado y que quizás es asumido con demasiada ligereza como uno más de sus muchos logros. 

Hay dos maneras de conducir a los hombres: delegar toda la autoridad y rebajar la carga del líder, o compartir cada dificultad y decisión y hacer que los demás vean que uno se ocupa del trabajo más duro, prolongándolo hasta que todos los demás hombres hayan terminado. El método de Alejandro fue este último, y sólo quienes han sufrido el primero pueden entender por qué sus hombres lo adoraban; algunos recordarán la ligereza con la que los hombres hablan del ejemplo de los líderes, pero también se acordarán de cuánto le cuesta, tanto a la voluntad como al cuerpo, mantener vivo ese ejemplo.

Alejandro no sólo fue un hombre resistente, resoluto y valiente. Luchador mortífero, tenía sin embargo amplios intereses aparte de la guerra: la caza, la lectura, el patrocinio de la música y el teatro, así como su duradera amistad con artistas, actores y arquitectos griegos; se preocupaba por los alimentos que tomaba y se interesaba diariamente por sus comidas, apreciando las codornices de Egipto o las manzanas de los huertos occidentales; desde los pozos de nafta del Kirkuk hasta el «pueblo de Dioniso» de la India, Alejandro demostró tener la curiosidad del explorador nato. 

Tenía una perspicaz preocupación por la agricultura y el riego, que había aprendido de su padre; también de Filipo procedía su constante interés por las nuevas ciudades y por su trazado y sus leyes. 

Su generosidad era famosa y le encantaba recompensar la misma disposición de espíritu que se exigía a sí mismo; disfrutó de la amistad de los nobles iranios y, cuando se relacionaba con mujeres, tenía con ellas un trato cortés. 

Del mismo modo que la experiencia oriental de los últimos cruzados llevó por primera vez la idea del amor cortés a los aposentos de las mujeres en Europa, puede que la visión que Alejandro tenía de Oriente le impulsara a llevarse esta cortesía consigo. 

Es extraordinario cómo los cortesanos persas aprendieron a admirarle, pero la doble simpatía para con los estilos de vida de Grecia y Persia fue quizá la característica más singular de Alejandro. Era asimismo impaciente y, a menudo, presuntuoso; los mismos oficiales que lo adoraban debieron de haberlo encontrado a menudo intratable, y el asesinato de Clito constituía un atroz recordatorio de cómo la petulancia podía convertirse en ciega cólera. 

Aunque bebía como vivía, sin escatimar nada, su mente no estaba abotargada por una indulgencia excesiva; no era un hombre al que se pudiera enojar o al que pudiera decírsele lo que no podía hacer, y siempre tuvo firmes puntos de vista sobre lo que quería.

Junto con estos bruscos modales iban la disciplina, la rapidez y un astuto sentido político. Pocas veces daba una segunda oportunidad, pues por lo general lo defraudaban; encaraba los asuntos con inteligencia y audacia, tanto en lo que respecta a su insistencia de que la expedición que emprendía era el reverso del sacrilegio persa —aunque la mayoría de los griegos se opusiera—, como a su lúcida convicción de que la clase dirigente del Imperio debía recaer conjuntamente en iranios y macedonios, y de que la corte y el ejército debían permanecer abiertos a cualquier súbdito que pudiera servirlos. 

Era generoso y calculaba su generosidad para que se ajustara a sus propósitos; sabía que era absurdo esperar hasta estar seguro de que los conspiradores eran culpables. 

Como gran estratega, asumió riesgos porque tenía que hacerlo, pero siempre intentó protegerse, «derrotando» a la flota persa desde tierra o aterrorizando las tierras altas del Swat por encima de su ruta principal hacia el Indo: la calculada espera hasta que Darío pudo iniciar una batalla campal en Gaugamela fue increíblemente eficaz, y su plan de abrir la ruta marítima desde la India hasta el Mar Rojo fue una prueba de la amplia visión que tenía de las realidades económicas, que la Alejandría de Egipto todavía atestigua. 

La misma audacia animó la fatal marcha a través del Makran; poseía sentido táctico, tanto en el Hidaspes como en la política que siguió en Babilonia y Egipto, pero la confianza que tenía en sí mismo podía contrarrestarlo y la suerte no siempre estuvo del lado de esa confianza. 

En este punto, es muy revelador el hecho de que el beneficio racional no fue la causa de su constante búsqueda de conquistas, como lo ha sido en la mayoría de las restantes guerras a lo largo de la historia. 

A través de Zeus Amón, Alejandro creyó que estaba especialmente favorecido por el cielo; a través de Homero, eligió el ideal de un héroe, y, para los héroes de Homero, no podía haber marcha atrás ante las exigencias del honor. Ambos ideales, el divino y el heroico, propulsaron su vida demasiado alto como para que ésta perdurase; cada uno de ellos era el ideal de un romántico.

Un romántico no debería ser «romantizado», pues Alejandro pocas veces es compasivo y siempre se muestra distante, pero resulta tentador ver en él, por primera vez, la complejidad de la naturaleza romántica en el seno de la historia griega. 

Están los pequeños detalles, la espontánea respuesta que daba a cualquier muestra de nobleza, el respeto por las mujeres, el aprecio que sentía por las costumbres orientales, el extremado cariño que profesaba a su perro y, de manera especial, a su caballo; deliberadamente, sus artistas cortesanos crearon un estilo romántico al realizar su retrato, y quizá sea revelador el hecho de que, del saqueo de Tebas, la única pintura que eligió para él fue la de una mujer cautiva pintada con ese estilo intensamente emocional que sólo un romántico habría apreciado; también fue un hombre de ambiciones apasionadas, que valoró la intensa aventura que supone lo desconocido. 

No creía que nada fuera imposible; un hombre podía hacer cualquier cosa, y él casi lo demostró. Nacido en un mundo que se encontraba a caballo entre Grecia y Europa, vivió fundamentalmente para los ideales de un pasado distante, esforzándose en hacer realidad una época a la que había llegado demasiado tarde.

Ningún hombre volvió a llegar nunca tan lejos como Alejandro en este sentido. La emulación de Aquiles, el héroe de Homero, fue revivida por su sucesor, el rey Pirro, pero éste no poseía el talento necesario para que sus victorias frente a Roma y en Sicilia fuesen rotundas, y murió sumido en el fracaso, abatido por una mujer. 

Después, la emulación se limitó a las lápidas de los últimos gladiadores romanos, que se llamaban a sí mismos con nombres sacados de Homero, los últimos campeones heroicos de una era en la que las perspectivas de los héroes se estrecharon y el mundo se redujo a la arena del circo.

A los cinco años de la muerte de Alejandro, sus Sucesores en Asia se reunieron cerca de Persia para discutir sus diferencias; ni siquiera se los podía convencer de que se sentasen juntos, hasta que alguien sugirió reunirse en la tienda real de Alejandro, donde todos ellos podrían hablar como iguales ante el cetro, las vestimentas reales y el trono vacío de Alejandro. Estos hombres habían sido sus oficiales, pero eran incapaces de deliberar en común sin su presencia invisible. Con la muerte de Alejandro, la atmósfera que había impregnado la corte se había desvanecido, y lo sabían. Sólo un amante de Homero puede sentir lo que esa atmósfera debió de haber sido...

Escrito por Robin Lane Fox, traducido por Teresa Solana y publicado por Acantilado, el libro "Alejandro Magno. Conquistador del mundo" tiene 960 páginas.

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