El día 15 de agosto de 1769 nació en Ajaccio un niño que recibió de sus padres el nombre de Buonaparte y del cielo el de Napoleón.
La historia de Napoleón ha hecho soñar y ha inspirado a numerosos escritores y novelistas. Uno de ello es Alejandro Dumas, el autor de "Los Tres Mosqueteros" o "El Conde de Montecristo", cuyo padre fue General del propio Emperador.
Para el monárquico que fue Balzac, Bonaparte fue un gran Rey, perteneciente a la tradición de Luis XI o Luis XIV, al mismo tiempo que el gigante de la Revolución.
En sus "Memorias de Ultratumba", Chatubriand recordaba como "el soldado y el ciudadano, el republicano y el monárquico, el rico y el pobre colocan igualmente los bustos y los retratos de Napoleón en sus hogares, en sus palacios o en sus chozas".
Con su biografía sobre Napoleón, escrita de forma esquemática, Dumas, anticipándose al regreso a Francia de las cenizas del Emperador en 1840, supo captar mejor que nadie la cresta de la ola del entusiasmo napoleónico para, de una forma breve, sencilla y fácil de leer, escribir en el momento justo el libro apropiado.
Con paso preciso y rápido, acompañaremos a Bonaparte en la carrera que recorrió como General en Jefe, Cónsul, Emperador y proscrito.
Después lo veremos reaparecer, cual rápido meteoro y brillar un instante sobre el trono, le seguiremos a la isla dónde fue a morir. Viajaremos a una época en que cada cual llegaba a su destino corriendo.
Cuando emprendió la marcha para conquistar Italia, se encontró con un ejército sin ninguna disciplina, sin municiones y sin equipo. Apenas se instaló en el cuartel general, se dirigió a los soldados, y mostrándoles Italia con la mano, les dijo: "- ¡Compañeros! Carecéis de todo en medio de estas rocas. Fijad los ojos en las ricas llanuras que se extienden a vuestros pies: nos pertenecen y vamos a tomarlas".
Éste era, poco más o menos, el mismo discurso que Anibal había dirigido a sus soldados mil novecientos años antes; y desde aquella época, no había pasado entre los dos hombres más que uno digno de compararse con ellos: César.
Su juventud, cuanto tomó el mando del ejército, causó asombro a los soldados veteranos, por lo cual resolvieron conferirle ellos mismos los grados inferiores que, al parecer, le había dispensado el Gobierno.
Como consecuencia, se reunían después de cada batalla para conferirle un grado y cuando entraba en el campamento le recibían los más viejos veteranos, saludándole con su nuevo título, de este modo fue nombrado Cabo en Lodi. De ahí, el sobrenombre del "Pequeño cabo" con que designaron siempre a Napoleón.
A la edad de veintisiete años, Bonaparte empuñaba con una mano la espada que dividía los Estados y tenía en la otra la balanza con la que pesaba los Reyes. Inútil era que el Directorio le intentase marcar alguna pauta, pues el dirigía su propio camino; y si áun no mandaba, tampoco obedecía ya.
Napoleón era como el sol en el horizonte y ciegos eran aquellos que no habían visto su esplendor. La República Francesa había conquistado Italia y la sobrevolaba dominante
En 1789, ya no había espacio bastante para Bonaparte en Europa; el continente era una ratonera.
Napoleón consideraba que jamás había habido gandes imperios y revoluciones más que en Oriente, dónde vivían seiscientos millones de hombres.
Era preciso ir allá, pues de allí venían las grandes hazañas. Napoleón necesitaba superar a todos los hombres célebres: había hecho ya más que Anibal y llegó a ser tan grande como Alejandro y César: su nombre faltaba en las pirámides, dónde estaban inscritos esos dos grandes hombres.
Una vez llegado al poder absoluto, Bonaparte se ocupó de organizar un Imperio a su medida. Se creó una nobleza popular que sustituyera a la antigua nobleza feudal.
Como las diferentes Órdenes de Caballería habían caído en el descrédito más absoluto, Napoleón instituyó la Legión de Honor. Hasta ese momento, la más alta distinción militar era el Generalato; Bonaparte instituyó doce Mariscales.
Estas doce personalidades habían sido sus compañeros de fatigas y no tuvo que ver para nada en su nombramiento el lugar de nacimiento ni ningún otro privilegio, pues "todos tenían el valor por padre y la victoria por madre".
En el momento de su coronación, todo concluyó para la República y, a partir de ese instante, la Revolución se hizo hombre.
Europa se vio obligada a dejarle obrar a su antojo. En el momento del cenit de su gloria, el Imperio comprendía ciento treinta departamentos, extendiéndose desde el océano bretón hasta los mares de Grecia, desde el Tajo hasta el Elba: ciento veinte millones de hombres, obedeciendo a una sola voluntad, sometidos a un poder único y avanzando en una misma dirección, gritando en ocho lenguas diferentes: "¡Vive Napoleón!".
Bonaparte siempre conservó el sentido del humor y así solía decir: "Cuando yo haya muerto, encontraré a mis valientes en el cielo; Kléber, Desaix, Bessiéres, Duroc, Ney, Murat, Masséna, Berthier saldrán a mi encuentro. Me hablarán de los que hemos hecho juntos y yo les contaré los últimos acontecimientos de mi vida; al verme de nuevo, se volverán todos locos de entusiasmo y de alegría. Hablaremos de nuestras guerras con Escipión, César, Anibal, y esto nos causará sumo placer. A no ser -añadió sonriendo-, que allá arriba se asusten de ver tantos guerreros juntos".
Si Bonaparte es recordado como precursor de la unidad europea, ello se debe a que, al frente de los ejércitos franceses, convirtió la mayor parte del continente en dominio suyo.
Cada nuevo movimiento de ampliación de los dominios de Bonaparte trajo consigo el germen de nuevos enfrentamientos.
Sin embargo, Napoleón fue el hombre que abolió instituciones tan anacrónicas e injustas como el Tribunal de la Inquisición y los derechos feudales. Suprimió las justicias particulares.
No hubo ningún sacrificio personal, ni aún el de la vida, que no estuviese dispuesto a hacer en obsequio a Francia.
En Elba, el Emperador-Rey, después de haber sido soberano en una parte del mundo, reinaba sobre una población de cinco a seis mil almas, y después de haber oído gritar ¡Viva Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos, en diez lenguas diferentes, era tratado allí como un hombre perdido sin remedio para Francia y para el trono.
En el continente, los Magistrados anatematizaban sus errores políticos; los Generales murmuraban de Moscú y de Leipzig; las mujeres, de su divorcio de Josefina; y no parecía sino que aquel mundo alegre y triunfante, no por la caída del hombre, sino por la derrota del Príncipe, creyese que la vida comenzaba de nuevo para él, que despertaba de un sueño penoso.
"Napoleón", que fue publicado por Espuela de Plata, tiene 384 páginas y puede ser adquirido por un precio de 22,00 euros.