En esta entrada del blog de “La
Ventana de la ilustración y el Entretenimiento” les recomiendo la lectura de “El Corazón de Todo lo Existente. La
historia jamás contada de Nube Roja”, obra escrita a cuatro manos por Tom Clavin y Bob Drury, que narra la crónica del único ejército indio-americano de la historia que logró derrotar a
los Estados Unidos, obligando al Gobierno Federal a procurar una paz bajo los términos
impuestos por el jefe Nube Roja.
Durante más de un año, Nube Roja dirigió un ejército de más de
tres mil guerreros sioux, cheyenes
del norte y arapahoes en una campaña por un territorio que abarcaba dos veces el
tamaño de Texas.
Fue la primera vez que Estados Unidos se encontraba ante un enemigo que usaba el mismo tipo de tácticas de guerrilla que, un siglo
antes, había ayudado a su país a garantizar existencia.
Ningún estadista ni soldado
estadounidense contó con la astucia
y el sílex del elusivo jefe sioux a
la hora de defender la cultura de su
pueblo. Transcurridos unos pocos
meses, durante el verano y el otoño de 1866, Nube Roja demostró estar al mismo
nivel que los grandes estrategas
de la guerra de guerrillas de la
historia.
Los soldados, que acababan
de derrotar a Stonewall Jackson, a J.E.B.
Stuart y al Gran Robert E. Lee, fueron
enviados al Oeste y se les explicó que se iban a enfrentar unos cuantos indios
(desaliñados. piojosos,arcos y flechas
contra rifles). Claro está, no
tenían ni idea de dónde se estaban metiendo,
los comandantes de campaña del
Ejército de los Estados Unidos no supieron reconocer que éste era un conflicto indio de otra índole.
Pese a su crueldad histórica, las tribus indias siempre habían carecido de planificación a largo plazo y su habitual rechazo a aprovechar una ventaja
militar las habría llevado finalmente a la derrota y a la subyugación.
No obstante, en esta ocasión
se trataba de una campaña militar liderada por Nube Roja, un jefe estratégico que había aprendido a analizar las victorias, un arte,
hasta ese momento, desconocido para
los pieles rojas.
Nube
Roja
confundió a sus perseguidores planeando y ejecutando ataques simultáneos a caravanas
civiles y columnas militares de
avituallamiento separadas por cientos de kilómetros.
Nube
Roja no tenía miedo a enfrentarse
a los soldados estadounidenses ni a
sus atronadores obuses de montaña –“el
arma que dispara dos veces”- sitúandose
a tiro de piedra de sus estacadas aisladas.
Arrastrándose
boca abajo, entre orzagas y salvia blanca, los guerreros sioux se acercaban
a pocos metros de los centinelas apostados
en torres de vigía, antes de dispararles
y hacerles caer de sus puestos.
Soldados
destinados a cazar, recoger agua y cortar leña, se veían asediados, casi a diario, por lluvias
de flechas disparadas desde riberas escarpadas y cañadas ocultas. Los correos a caballo, simplemente, desaparecían en el vacío de la pradera
con una frecuencia alarmante.
Era un juego mortal y, poco a poco, el grueso del Segundo Batallón del Regimiento de Infantería Núm. 18 de
los Estados Unidos, destinado en el Fuerte
Phil Kernay, con pocos hombres y
muchas armas, quedó mermado.
La sorprendente capacidad de los nativos para ejercer la crueldad
no se parecía en nada que hubieran
vivido nunca los blancos.
Los indios de las Llanuras pulieron su ética bélica durante siglos.
Su lógica marcial era bastante sencilla y aceptada por
todas las tribus sin cuestionamiento: “no
se pedía clemencia, ni se daba clemencia”, “a todo enemigo, la muerte, y cuanto
más lenta y atroz, mejor”.
Un cuervo, pawnee, cheyene,
shoshone o sioux derrotado, que no muriese de inmediato en la batalla, sufría tormentos inimaginables mientras
pudiese soportar el dolor.
Mujeres
de
todas las edades eran torturadas
hasta morir, no sin ser antes violadas, salvo que fueran lo bastante jóvenes para violarlas y luego conservarlas
como esclavas cautivas o rehenes que intercambiar por whisky
o armas.
Los bebés que lloraban suponían una carga para el camino, así que los mataban sumariamente con lanzas, o golpeándoles el blando cráneo
contra rocas o árboles para no desperdiciar flechas.
A veces, a fin de reponer el acervo genético –sobre todo, después de que las tribus se
percatasen del valor de los rehenes
blancos-, salvaban a
preadolescentes de ambos sexos de la ejecución,
si bien no de un modo inmisericorde.
No era más que la forma de vida y muerte de los indios: “vae victis”, calamidad para el vencido.
Y todos esperaban recibir un trato
similar en caso de caer.
A los blancos capturados les cortaban
las cabelleras, les arrancaban la piel y los asaban vivos
en las hogueras de sus campamentos, y los dejaban gritando en agonía mientras los indios aullaban y danzaban en torno
a ellos.
A los hombres les cortaban los
penes a machetazos y se los metían
hasta la garganta. A las mujeres las
azotaban con fustas de piel de
ciervo mientras las violaban en grupo.
Después, las rebanaban los pechos, las vaginas o, incluso, los vientres
embarazados y los disponían sobre la hierba del búfalo.
Las patrullas estadounidenses salían al rescate, pero, casi siempre, llegaban
demasiado tarde y encontraban víctimas a las que las habían sacado los ojos y habían dejado tiradas en rocas, o los cadáveres quemados de hombres y mujeres
atados entre sí por las entrañas humeantes que les habían arrancado estando aún
conscientes.
Los indios no solo estaban habituados
a este comportamiento torturador, sino que siempre luchaban
hasta el último aliento. A los blancos
les asombró su persistencia, y muchos de los soldados pactaron no dejarse
capturar nunca con vida.
El comandante de la División
Militar de Missouri, el general William
Tecumeseh Sherman estaba convencido de que el fracaso de sus tropas a la hora de atrapar o matar a Nube Roja se derivaba de la reticencia de responder al salvajismo con salvajismo.
Sherman
no albergaba ilusión alguna de que la paz entre blancos y pieles rojas fuera un objetivo alcanzable.
Consideraba que había que matar a
todos los indios sin excepción o confinarlos
en reservas delimitadas por el
Ejército. Tenía las miras puestas en el ferrocarril
transcontinental y sus juicios
genocidas eran sucintos: “No vamos a
dejar que unos pocos ladrones y andrajosos frenen y detengan el progreso.
Tenemos que actuar con ánimo serio y vengativo contra los sioux, incluso hasta
lograr su exterminio, hombres, mujeres y niños”.
Nube
Roja organizó una alianza
multitribal con el objetivo de sacar
al hombre blanco de sus territorios de caza y derrotar a los poderosos Estados Unidos en la única guerra que este país perdería nunca ante un ejército indio.
El gran jefe invocó a los espíritus de sus antecesores
muertos para entretejer una historia de supervivencia, esperanza
y victoria indias; los pieles rojas habían recibido esas tierras de manos del Gran
Espíritu, como un derecho natural que había
sido suyo siempre y que lo seguiría
siendo, en esa vida y en la siguiente.
De este modo, Nube Roja, el niño a quien tantos rehuían
y el hombre a quien tantos temían, había conseguido lo que ningún indio antes. El hijo de un brule
alcohólico había aprendido por sí
solo a ser un líder, a reprimir su ira personal y permanecer
quieto cuando quería atacar.
Había desarrollado una autodisciplina férrea y eso le había
permitido convertirse en el primer jefe
guerrero en transfigurar una cultura militar india que había
permanecido inalterada durante siglos, si no milenios.
No solo había unido a los fragmentados lakotas, seduciendo a ogalas, brules, miniconjous y sans arcs para luchar como un solo grupo,
sino que, además, había atraído bajo
su estandarte a los cheyenes, arapahoes, nez percés y shoshones.
Ese era el único modo, lo supo desde el principio,
de derrotar a los estadounidenses, de humillar a un pueblo tan fuerte, tan numeroso, tan decidido a quitarle su
tierra, teniendo tanta tierra propia.
Y se lo había demostrado a Estados Unidos; en cierto modo, había conseguido lo que generales más glorificados como Cornwallis y Lee habían sido incapaces
de hacer. La ironía, por supuesto, residía en el hecho de que Nube Roja ni siquiera sabía quienes eran esos hombres.
“El Corazón de Todo lo Existente. La historia jamás contada de Nube Roja”,
que fue publicado por la editorial Capitán Swing, tiene 488 páginas y puede
ser adquirido por un precio de 25,00
euros.