La Serenísima República de Venecia vivió entre dos mundos: la tierra y el mar, Oriente y Occidente, pero no perteneció a ninguno.
Creció bajo el yugo de emperadores de habla griega en Constantinopla y su arte, ceremonias y comercio derivaron del mundo bizantino.
Sin embargo, los venecianos eran también católicos, súbditos nominales del Papa, a quien Bizancio consideraba el anticristo.
Entre estas fuerzas opuestas, la Serenísima se esforzó por mantener una peculiar libertad.
Los venecianos desafiaron en numerosas ocasiones al Papa, que respondió excomulgando a la República de San Marcos.
Se resistieron a las soluciones tiránicas de gobierno y construyeron para sí mismos una república gobernada por un Dogo, a quien encadenaron con tantas limitaciones que no podía recibir ningún regalo de extranjeros más substancial que un tarro de hierbas.
No toleraron a los nobles demasiado ambiciosos ni a los almirantes derrotados, a quienes exiliaron o ejecutaron, y diseñaron un sistema de votación para controlar una corrupción tan laberíntica como los variables canales de su laguna.
El genio de la Serenísima fue comprender las leyes de la oferta y la demanda, basadas en siglos de actividad mercantil, y obedecerlas con una eficiencia simpar.
El secreto estaba en la regularidad. Los mercaderes venecianos poseían un marcado sentido del tiempo. Los relojes de la plaza de San Marcos y del Rialto fijaban el patrón de la jornada laboral.
A una escala mayor, el patrón de viajes anuales estaba dictado por los ritmos de las estaciones mucho más allá de los confines de Europa.
El ciclo metronómico de los monzones sobre el subcontinente indio ponía en marcha una serie de ciclos de comercio encadenados, como si fueran engranajes de un enorme mecanismo, que hacían que los productos y el oro viajaran desde la lejana China hasta el mar del Norte.
Empujados hacia el oeste por los vientos de otoño en la estela del monzón (el mawsim árabe, que significa estación), los barcos zarpaban de la India hacia la península de Arabia en septiembre, cargados de especias y de productos de Oriente.
Estas mercancías se transbordaban al llegar a Alejandría y a los mercados de Siria en octubre.
Los convoyes de barcos mercantes venecianos partían para Alejandría a finales de agosto o principios de septiembre, dentro de una franja temporal rigurosamente establecida por el Senado, y llegaban a sus destinos un mes después, coincidiendo con la llegada de las mercancías orientales. Beirut se movía siguiendo este mismo ritmo.
La duración de las estancias estaba estrictamente determinada —en Beirut, habitualmente veintiocho días; en Alejandría, veinte—, y se hacían cumplir sus plazos.
El regreso estaba dispuesto para mediados de diciembre, con un margen de un mes para acomodar los imprevistos de la navegación invernal.
Cuando las cimas de las montañas ya estaban cubiertas de nieve, las grandes galeras regresaban a Venecia para engranarse en otro conjunto de ritmos de comercio.
A través del paso del Brennero, procedentes de Ulm y Nuremberg, llegaban a la ciudad comerciantes alemanes, enfundados en sus pieles y calzados con pesadas botas, en carros tirados por animales para asistir a la feria de invierno.
La partida y llegada de las galeras que se encargaban del comercio de larga distancia con Flandes también estaba sincronizada para engranarse con este intercambio y con la temporada de los esturiones y de las caravanas de la seda en Tana.
La República de San Marcos comprendió antes que nadie que era necesario asegurar y hacer predecible la presencia de productos para que los mercaderes extranjeros que acudían a la Venecia tuvieran la mayor garantía posible de que encontrarían mercancías deseables que justificaran el largo trayecto por el paso del Brennero en lo más cerrado del invierno.
Venecia se convirtió a sí misma en el destino por excelencia de los comerciantes, y gracias a ello se lucró de los beneficios que dejaba a los individuos cada negocio en particular y, como Estado, de los elementos de impuestos con los que gravaba el movimiento de entrada y salida de todos los bienes. "Nuestras galeras no deben perder tiempo" era el lema.
Escrito por Roger Crowley y traducido por Joan Eloi Roca, el libro "Venecia. Ciudad de fortuna: Auge y caída del imperio naval veneciano", que fue publicado, en octubre de 2016, por Ático de los Libros, tiene 464 páginas y puede ser adquirido por un precio de 26,50 euros.
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