Su ambición desmesurada, su voluntad implacable, su apasionada indulgencia ante las pasiones desenfrenadas, su disposición a matar en la batalla, en caliente y a sangre fría, y a destruir las comunidades rebeldes; Alejandro Magno poseía todas las características del buen salvaje
Imagínense a un Napoleón escocés. Imagínense a un Carlos Eduardo Estuardo (“el bello príncipe Carlos”) con ambiciones europeas, que, tras reconquistarle Escocia al rey Jorge II, hubiese partido en cabeza de sus clanes no solo para conquistar Inglaterra –un simple prolegómeno–, sino para cruzar el canal de la Mancha, enfrentarse al ejército francés y derrotarlo en el río Somme, dirigirse luego hacia el sur, a España, y asediar y someter sus fortalezas principales, volver al norte y desafiar al Emperador del Sacro imperio, enfrentarse a él y derrotarlo dos veces en cabeza de sus tropas, apoderarse de su corona, incendiar su capital, enterrar su cadáver, y finalmente partir hacia el este para batirse con el Zar de todas las Rusias o el Sultán de Turquía.
Imagínense que todo esto tiene lugar, pongamos, entre 1745 y 1756, entre los veintidós y los treinta y tres años del príncipe.
Imagínense que a su muerte, a la edad de treinta y dos, los coronas de Europa se reparten entre sus hombres: imagínese a Lord George Murray reinando en Madrid, el Duque de Perth en París, Lord Elcho en Viena, John Roy Stewart en Berlín, Cameron de Lochiel en Varsovia; a una panda de cabecillas con falda escocesa pidiendo whisky a berridos en las pequeñas cortes del sur de Alemania, y en Londres a una guarnición de escoceses con las rodillas al aire.
Imagínense, finalmente, que la mayor parte del Imperio Jacobita perdura hasta el siglo XIX, que una parte llega al XX, y el último resto hasta el XXI.
O imagínense, si lo prefieren, a un George Washington Bolívar, un Padre Fundador de Estados Unidos que decide también ser el Libertador de América Latina; que, tras haber superado el largo invierno en Valley Forge y los contratiempos de los años intermedios de la Guerra de Independencia, y sentirse exultante al final por la capitulación de Yorktown, concibe la ambición de liberar de gobiernos extranjeros a todas las Américas.
Imagínese que embarca a todo el ejército continental en barcos de la recién nacida armada estadounidense y se dirige al sur, limpiando México de tropas españolas, dejando en las Antillas una guarnición de hombres de Virginia o de Nueva Inglaterra, y desembarcando en las costas de Sudamérica.
Imagínese que, tras vencer en Perú, atraviesa los Andes, derrota al ejército español del este y muere cuando se acerca al imperio de Brasil.
Solo imaginándose esto podremos hacernos una idea de lo extraordinaria que fue la proeza de Alejandro Magno.
Las distancias y los obstáculos de ambas empresas exceden toda imaginación; y, de hecho, no tienen equivalente en ninguna realidad que no sea la de la vida del propio Alejando.
En la historia ha habido, por supuesto, conquistadores de una ambición extraordinaria para su época: el huno Atila, cuyos jinetes cabalgaron desde Asia central hasta las puertas de Roma en el siglo V; los sucesores árabes de Mahoma, que se retiraron a España tras la derrota a orillas del Loira en el siglo VIII; y los hijos de Gengis Kan, los mongoles que amenazaron Venecia y Viena en el siglo XIII.
Napoleón, un devoto de la épica de Alejandro, estuvo cerca de alcanzarla en el periodo que fue de 1797, en Rívoli, a 1812, en Moscú; pero las conquistas de este ciclón no igualaron las del original.
Napoleón rara vez se aventuraron más allá de su continente. Atila, los árabes y los mongoles traspasaron las fronteras de Asia, pero apenas arañaron el corazón de Europa.
Alejandro, en cambio, se adueñó primero del mundo griego, luego se trasladó a otro, el Imperio Persa, y por último se aventuró en un tercero, en la India.
Cuando murió, en junio del 323 a. de C., había sometido la mayor superficie terrestre jamás conquistada por un solo hombre –con la única excepción del breve Imperio de Gengis Kan–, y había gobernado como señor, emperador o rey desde el monte Olimpo hasta el Himalaya.
Su terrible legado fue ennoblecer el salvajismo en nombre de la gloria y dejar un modelo de mando que demasiados hombres ambiciosos intentarían emular en los siglos futuros.
Alejandro, está claro, fue un actor consumado, con grandes dotes teatrales. Su educación cortesana, primero en el regazo de su histriónica madre, y después en la silla de montar de su no menos dramático padre, constituyeron un aprendizaje teatral excelente.
Lo perfeccionó con las clases de retórica de Aristóteles; y lo reforzó gracias al escrutinio constante a que se sometían sus modales, sus rasgos y sus reacciones en los años en que, como claro heredero, era el centro de atención de la corte macedonia.
Todos los príncipes deben aprender a morderse la lengua y enmascarar sus gestos, en cabmio, Alejandro, gracias a su belleza, su encanto físico y su inteligencia rápida, necesitaba esforzarse mucho menos que la mayoría. Era “principesco” por naturaleza.
Pero ha habido muchísimos príncipes con estas cualidades que no lograron nada equivalente.
Su energía feroz fue uno de los aspectos de su carácter que transformaron sus dotes físicas e intelectuales en capacidad práctica.
Otro aspecto fue su valor imperturbable. La valentía de Alejandro fue la de quienes no creen en su propia muerte.
Alejandro poseía una suerte de convicción divina en su supervivencia, fuera cual fuera el riesgo que corriese.
No hay ningún indicio, en ninguna de sus biografías de la antigüedad, de que mostrara miedo ante nada, ni de que pareciera sentirlo.
Esta exoneración del miedo pudo proceder de su identificación estrecha con los dioses del panteón griego.
Se proclamó descendiente de Hércules, el dios-héroe supremo; asumió el parentesco con Zeus, tras su peregrinación a Siwa; y –esto se discute más– quizá permitiera, y promoviera incluso, que se le adorara como a un dios tras erigirse en señor de Asia.
La cuestión de si realmente se consideraba un dios en la etapa final de su vida nos devuelve, por un camino distinto, a la de quién era el Alejandro “interior”, “esencial” o “real”.
Es una cuestión que quizá no pueda plantearse con respecto a ningún otro ser humano.
Su ser privado y su ser público, el pensamiento y la acción, la reflexión y la ejecución, se encontraban en su vida tan entrelazados y compenetrados que resulta imposible separarlos.
Como un gran actor en un gran papel, en su persona se fundían lo que era y lo que representaba.
Vivió su vida siempre en un escenario –fuese el de la corte, el del campamento o el del campo de batalla–, y el desarrollo del argumento que presentaba al mundo estaba determinado por el tema que había escogido para su vida. “Son quienes soportan el esfuerzo y desafían los peligros quienes alcanzan las hazañas gloriosas –dijo en Opis, según Arriano–. Hermoso es vivir como un valiente y morir dejando atrás una fama eterna”.
Pero este afán de Alejandro por la gloria, dentro de las unidades dramáticas de tiempo, espacio y acción que la guerra impone a quienes la practican, no debería quitarnos de la vista la naturaleza limitada y áspera de lo que hizo. Fue mucho lo que destruyó, y poco o nada lo que construyó.
El Imperio Persa –que constituía una fuerza ordenadora en el mundo antiguo– no sobrevivió a la conquista de Alejandro.
Tras su muerte, bastó una generación para que se desmembrara, a causa de las disputas de sus sucesores, los diádocos.
La conquista misma se había llevado a cabo a costa de los sufrimientos de muchos: no solo de los persas que se enfrentaron a la invasión macedonia, sino también de los diversos pueblos del imperio cuya vida se vio perturbada por dicha conquista, y que reaccionaron a la perturbación con lo que Alejandro consideraba insurrección y rebelión.
Puede que Alejandro no fuese un misterio para sí mismo, pero sí lo es para nosotros. La vida interior de Alejandro nos es casi enteramente desconocida. No contamos con ningún registro literal de nada de lo que dijera o escribiera. No dejó ningún código legal, ninguna teoría de la guerra ni ningún tratado sobre la monarquía.
Su técnica, aunque se caracterizó sobre todo por acciones violentas, impetuosas y aparentemente irreflexivas, de ningún modo fue solo impulsiva.
Fue un estratega incisivo, como demuestran sus meticulosas disposiciones logísticas y el formato consultivo de sus reuniones de estado mayor, recogidas por Arriano.
En la dirección de su ejército, Alejandro fue práctico en los aspectos materiales y agudo en los psicológicos: sus hombres estaban bien alimentados, puntualmente pagados, descansados, tenían entretenimientos y recibían halagos, recompensas y permisos.
Al valiente se le condecoraba, al enfermo se le atendía, al herido se le alababa y reconfortaba.
Alejandro castigaba cuando debía, sobornaba cuando debía, no olvidaba nunca que la nostalgia del hogar y la carga del celibato eran padecimientos que él había impuesto a sus hombres.
Aunque su pretensión era aparecer como sobrehumano, aceptaba la naturaleza del soldado común y se mostraba indulgente con ella.
Escrito por Robin Lane Fox y traducido por Maite Solana Mir, el libro "Alejandro Magno. Conquistador del Mundo", que fue publicado, en noviembre de 2016, por El Acantilado, tiene 960 páginas y puede ser adquirido por un precio de 29,00 euros.
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