La llegada al trono de Isabel II, cuando aún era una niña, suscitó una guerra civil y abrió el camino para la ruptura liberal con el absolutismo.
Reinó bajo la larga sombra de una madre poderosa que la despreciaba, de un marido que la odiaba y de unos partidos liberales que, incapaces de entenderse entre ellos, trataron de manipularla en beneficio propio.
Su concepción del poder monárquico, netamente patrimonial, fue de la mano de la inadecuación de su comportamiento personal a los valores de la sociedad burguesa.
Sin embargo, la extraordinaria capacidad de desestabilización política y moral de Isabel II, no fue la causa última de la falta de consenso del liberalismo isabelino sino su mejor exponente.
Las relaciones entre la monarquía y el liberalismo decimonónico eran difíciles tanto en España como en la Europa posrevolucionaria.
Isabel II nunca fue una liberal moderada. A lo largo de todo su reinado, aunque de forma irregular o incluso errática, su objetivo (o al menos aquel que buscó en su nombre el entorno palaciego, incluido de forma notable el rey consorte) fue precisamente revertir la ruptura liberal producida cuando la reina era una niña.
A diferencia de lo que llegó a hacer en momentos claves su madre, la regente María Cristina de Borbón, Isabel II nunca fue capaz de controlar y poner a su servicio, de manera sólida y efectiva, las dispersas fuerzas del moderantismo.
Tampoco los moderados fueron capaces de lograr lo mismo respecto a ella, esto es, no pudieron convertirla por completo en un instrumento político en sus manos.
El resultado fue la fabricación de un laberinto político, cada vez más intrincado, que puso a todos y a todo en tela de juicio.
El 30 de septiembre de 1868, una revolución largamente anunciada obligó a la familia real española a cruzar la frontera francesa camino del exilio.
El 25 de junio de 1870, Isabel II abdicaba en su hijo Alfonso, quien restauró la dinastía Borbón a finales de 1874.
Los siguientes treinta años, Isabel II dedicó su vida al recuerdo de un poder perdido para siempre.
Irritada y confusa primero, más o menos resignada después, Isabel II fue cayendo en el olvido hasta que su muerte, en abril de 1904, en el Palacio de Castilla de la avenida Kléber de París, la devolvió brevemente a las páginas (secundarias) de los periódicos.
En manos de aquellos cronistas de ocasión, que se asomaban desde las luces del recién inaugurado siglo XX al oscuro pasado español, la historia de la vieja dama de la avenida Kléber sonaba lejana y exótica, ligeramente disparatada y bárbara.
Heredera de un trono violentamente disputado cuando sólo tenía tres años, reina a los trece, casada a los dieciséis, siempre había sido demasiado joven para hacerse cargo de la dirección de un país recién salido "de las garras de la Inquisición" y sin preparación "para ingresar en el club de las naciones civilizadas y liberales".
Casi medio siglo atrás, poco antes de que la destronaran y de que, a la también temprana edad de treinta y ocho años, iniciase el largo exilio parisino, su primo hermano, cuñado y antiguo aspirante a su mano, el infante Enrique de Borbón, había resumido así el despilfarro del capital político y simbólico de la monarquía española llevado a cabo por Isabel II durante su reinado:
"... Os habéis despojado de vuestra inviolabilidad por falta de respeto propio como mujer y de nobles sentimientos como reina; os habéis despojado de vuestra autoridad al colocaros fuera de los principios de vuestro pueblo liberal […]. Nacisteis para representar con turbante en la cabeza, la corte de los serrallos, y no un pueblo europeo y constitucional […] ¿quién sino vuestro cetro ha reducido a esqueleto la monarquía más sólida y venerada?".
Escrito por Isabel Burdiel, el libro "Isabel II: Una biografía (1830-1904)", que fue publicado, en noviembre de 2016, por Taurus, tiene 944 páginas y puede ser adquirido por un precio de 25,90 euros.
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