Todas las guerras, y la Segunda Guerra Mundial en particular, tienden a ser vistas en blanco o negro: buenos y malos, ganador y perdedor, héroe y cobarde, leal y traidor.
A la mayor parte de la gente, no obstante, no le parece que la realidad de la guerra sea así, sino más bien de una monótona variedad de grises de incomodidades y compromisos, con destellos ocasionales de colores violentos.
La guerra es demasiado sucia para producir héroes y villanos fáciles; siempre hay hombres y mujeres valientes en el lado equivocado, hombres y mujeres malvados entre los vencedores y, entre ellos, una masa de gente común y corriente que lucha por sobrevivir y comprender.
Lejos de los campos de batalla, la guerra obliga a los individuos a realizar elecciones insostenibles en circunstancias que no crearon y que jamás hubieran imaginado.
La mayoría de ellos se adaptan, algunos colaboran, y unos pocos descubren una brújula interior que nunca antes supieron que tenían y que les indica el camino correcto.
En la madrugada del 16 de diciembre de 1942, un espía alemán se dejó caer, desde un avión de reconocimiento Focke-Wulf negro, sobre la llanura del condado de Cambridge.
El espía llega muy bien equipado. Lleva casco y botas de paracaidista del ejército británico, y en uno de sus bolsillos, la cartera de un soldado británico, muerto en Dieppe cuatro meses atrás, y que contiene dos tarjetas de identidad falsas y una carta de su novia Betty, ésta, genuina.
En su mochila transporta cerillas impregnadas con quinina para "escritura invisible", un equipo radiotransmisor, un mapa militar, 990 libras en billetes usados, un revólver Colt, una pala y unas gafas de cristales neutros para disfrazarse.
Tiene cuatro dientes de oro pagados por el Tercer Reich de Hitler, bajo su mono de salto viste de paisano, un traje que en su tiempo estuvo de moda, pero que ahora se ve algo gastado, y en el dobladillo de la pierna derecha del pantalón lleva cosido un pequeño paquete de celofán que contiene una única píldora de cianuro potásico.
El nombre del espía es Edward Arnold Chapman. La policía británica lo conoce también como Edward Edwards, Edward Simpson y Arnold Thompson.
Sus instructores alemanes le han dado el nombre clave de "Fritz", o el algo más cariñoso "Fritzchen", pequeño Fritz, aunque el MI5 todavía no tiene ningún nombre para él.
Esta noche, el jefe de la policía del condado de Cambridge, tras una llamada urgente de un caballero en Whitehall, la sede del gobierno, les ha dado instrucciones a todos sus agentes de mantenerse en alerta y buscar a un individuo al que sólo conocen como "agente X".
Chapman, ladrón de cajas fuertes, aventurero y mujeriego, agente al servicio de los alemanes, contactará con el MI-5 y se convertirá en el agente Zigzag.
A partir de ese momento, Chapman arriesgará su vida en numerosas ocasiones al servicio de la inteligencia británica, proporcionará información muy valiosa para el esfuerzo bélico de los Aliados, penetrará en las altas jerarquías de los servicios secretos alemanes y contribuirá a alterar los ataques de las bombas V-1 y V-2 sobre el centro de Londres.
A veces, en la vida, uno siente que hay algo que uno debe hacer, y que para ello, uno debe fiarse de su propio juicio y no del juicio de otras personas. Hay quien lo llama conciencia, y otros lo llaman simple terquedad. La Segunda Guerra Mundial hizo aflorar en Chapman una conciencia terca.
Sus vicios fueron tan extremos como sus virtudes, y hasta el fin de sus días, nunca quedó claro si estaba del lado de los ángeles o si estaba del lado del demonio, si engañó a los mentirosos o si había hecho un pacto con su maestro de espías alemán.
Chapman falleció en 1997, a la edad de ochenta y tres años: unos sostienen quizá ascendió en dirección al cielo, otros que cayó en picado en dirección opuesta. Seguramente todavía anda por ahí, zigzagueando.
Escrita por Ben Macintyre y traducida por Rosa Salleras Puig, la biografía "El agente Zigzag: La verdadera historia de Eddie Chapman, el espía más asombroso de la Segunda Guerra Mundial", que fue publicada, en octubre de 2013, por Editorial Critica, tiene 432 páginas y puede ser adquirida por un precio de 20,80 euros.
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