Gaius Iulius Caesar ascendió al poder en un mundo que era más corrupto que lo que podemos llegar a imaginar. Lo gobernaban no más de seis familias. Las aldeas, regiones y provincias, que se hallaban bajo tutela de Roma, eran la moneda empleada para chantajear y recompensar.
En el nombre de la República y bajo la capa de la tradición, el asesinato, la guerra civil y la represión despiadada eran los medios para lograr los fines aceptados del poder, la riqueza y la gloria.
Cualquier hombre que tuviera dinero suficiente podía alzar un ejército, lo que, a su vez, le permitía aumentar su riqueza y le proporcionaba más poder y gloria.
En esa época, los romanos se mataban unos a otros, y la única autoridad era la que emanaba de la fuerza de las armas y las riquezas, mientras que el ciudadano común se retorcía tan indefenso como la liebre en la trampa del cazador
En el año 709 de la fundación de Roma, Gaius Iulius Caesar es asesinado. Cuando en su testamento adopta y nombra como su heredero universal a su sobrino Gaius Iulius Caesar Octavianus, la vida de este joven de dieciocho años cambia para siempre.
Por decisión personal y a sus expensas, alzó un ejército que le permite devolver la libertad una República oprimida por el poder de una minoría codiciosa y corrupta.
En el nombre de la República y bajo la capa de la tradición, el asesinato, la guerra civil y la represión despiadada eran los medios para lograr los fines aceptados del poder, la riqueza y la gloria.
Cualquier hombre que tuviera dinero suficiente podía alzar un ejército, lo que, a su vez, le permitía aumentar su riqueza y le proporcionaba más poder y gloria.
En esa época, los romanos se mataban unos a otros, y la única autoridad era la que emanaba de la fuerza de las armas y las riquezas, mientras que el ciudadano común se retorcía tan indefenso como la liebre en la trampa del cazador
En el año 709 de la fundación de Roma, Gaius Iulius Caesar es asesinado. Cuando en su testamento adopta y nombra como su heredero universal a su sobrino Gaius Iulius Caesar Octavianus, la vida de este joven de dieciocho años cambia para siempre.
Por decisión personal y a sus expensas, alzó un ejército que le permite devolver la libertad una República oprimida por el poder de una minoría codiciosa y corrupta.
Rodeado de hombres que luchaban encarnizadamente por el poder -Marcus Tullius Cicero, Marcus Iunius Brutus Caepio, Gaius Cassius Longinus, Marcus Antonius el Triunviro, Marcus Æmilius Lepidus-, el joven Octavianus tuvo que imponerse a todas las maquinaciones para hacer suyo el legado de su padre adoptivo y reclamar su destino como Imperator Caesar Augustus.
En agradecimiento a sus servicios, el Senado le incorporó a su rango en el año del consulado de Caius Vibius Pansa y Aulus Hirtius,y, al mismo tiempo, le confirió preferencia consular en el voto y autoridad para dirigir tropas.
El Senado le ordenó que, en su calidad de propreptor, velase por que la República no sufriera daño alguno.
Envió al exilio a aquellos que asesinaron a su padre, castigando su crimen mediante el debido procedimiento legal, y después, cuando emprendieron la guerra contra la República, en dos ocasiones les derrotó en batalla.
Emprendió guerras, civiles y extranjeras, en todo el mundo, por mar y por tierra. En dos ocasiones se le aclamó con una ovación, en tres ocasiones celebró triunfos curiales y fue proclamado Imperator en veintiuna ocasiones.
En Modena, el mismo Marcus Antonius llegó a invadir el campamento y hundir la espada en el lecho vacío en que Gaius Iulius Caesar Octavianus yaciera. Y fue en esa misma Modena, dónde, gracias su perseverancia, Octavianus obutvo el primer triunfo que más tarde pondría el mundo en sus manos.
Viajó tan enfermo a Filipos que no podía tenerse en pie y, pese a ello, pidió que lo transportaran junto a sus tropas en una litera. Allí luchó hasta que los asesinos del inmortal Gaius Iulius Caesar acabaron por destruirse a si mismos.
Estuvo, junto con su fiel Marcus Vipsanius Agrippa, en Actium, donde del choque del metal de las espadas manaba fuego, la sangre de los soldados inundaba las cubiertas y tenía de carmesí el azul del mar Jónico, las jabalinas silbaban surcando los aires, las naves incendiadas gemían sobre las aguas, y los días resonaban con los gritos incesantes de aquellos hombres cuyas carnes ardían dentro de las armaduras que no habían podido quitarse.
En agradecimiento a sus servicios, el Senado le incorporó a su rango en el año del consulado de Caius Vibius Pansa y Aulus Hirtius,y, al mismo tiempo, le confirió preferencia consular en el voto y autoridad para dirigir tropas.
El Senado le ordenó que, en su calidad de propreptor, velase por que la República no sufriera daño alguno.
Envió al exilio a aquellos que asesinaron a su padre, castigando su crimen mediante el debido procedimiento legal, y después, cuando emprendieron la guerra contra la República, en dos ocasiones les derrotó en batalla.
Emprendió guerras, civiles y extranjeras, en todo el mundo, por mar y por tierra. En dos ocasiones se le aclamó con una ovación, en tres ocasiones celebró triunfos curiales y fue proclamado Imperator en veintiuna ocasiones.
En Modena, el mismo Marcus Antonius llegó a invadir el campamento y hundir la espada en el lecho vacío en que Gaius Iulius Caesar Octavianus yaciera. Y fue en esa misma Modena, dónde, gracias su perseverancia, Octavianus obutvo el primer triunfo que más tarde pondría el mundo en sus manos.
Viajó tan enfermo a Filipos que no podía tenerse en pie y, pese a ello, pidió que lo transportaran junto a sus tropas en una litera. Allí luchó hasta que los asesinos del inmortal Gaius Iulius Caesar acabaron por destruirse a si mismos.
Estuvo, junto con su fiel Marcus Vipsanius Agrippa, en Actium, donde del choque del metal de las espadas manaba fuego, la sangre de los soldados inundaba las cubiertas y tenía de carmesí el azul del mar Jónico, las jabalinas silbaban surcando los aires, las naves incendiadas gemían sobre las aguas, y los días resonaban con los gritos incesantes de aquellos hombres cuyas carnes ardían dentro de las armaduras que no habían podido quitarse.
Añadió tierras al Imperio para garantizar la seguridad de sus fronteras. Viajó desde donde el Bósforo derrama sus aguas en el mar Negro hasta las lejanas costas de Hispania, dónde la IV Legión Macedónica. conquistó el Convectus Asturum y, dentro de esa zona, el oppidum llamado Noega, que, posteriormente, daría origen a la Villa de Gijón. Su presencia se hizo patente tanto en los fríos desiertos de Panonia, que albergaban a los bárbaros germánicos, como en los abrasadores desiertos de África.
Sin embargo, la mayoría de las veces no acudía como conquistador sino como emisario, con el fin de negociar pacíficamente con los gobernantes que, por lo general, parecían más jefes de tribu que cabezas de estado y que, con frecuencia, no hablaban ni griego ni latín.
No obstante, llegó a sentir respeto, e incluso cierta admiración, por esos pueblos extranjeros, tan distintos de los romanos, con los que tuvo que tratar.
Los hombres de las tribus del norte, con sus cuerpos medio desnudos enfundados en pieles de animales que ellos mismos habían matado, y que le miraban fijamente a través del fuego de la hoguera de un campamento, no eran muy distintos de los africanos de tez oscura que le recibían en villas cuya opulencia eclipsaría la de muchas mansiones romanas.
Y los jefes persas, con sus turbantes, sus barbas cuidadosamente rizadas, sus curiosos pantalones y sus capas bordadas en hilo de oro y plata, que le observaban con ojos vigilantes de felino, tampoco eran muy distintos de los salvajes jefes númidas que comparecían ante él con sus jabalinas y su corazas de piel de elefante, sus cuerpos de ébano envueltos holgadamente en pieles de leopardo.
Dio poder a aquellos hombres, les convirtió en Reyes de sus tierras, les otorgó la protección de Roma, e incluso les concedió la ciudadanía para que la estabilidad de sus reinos contara con el respaldo del nombre de Roma.
Bajo la autoridad de Gaius Iulius Caesar Octavianus, el Mediterráneo vivió en paz durante más de cuarenta años. Los romanos dejaron de luchar entre sí, los bárbaros no pisaron el territorio romano y ningún soldado se vio obligado a tomar las armas en contra de su voluntad.
No hubo persona en Roma, por pobre que fuera, que careciera de su ración diaria de grano; los ciudadanos de las provincias ya no se hallaban a merced de las hambrunas o los desastres naturales, sino que contaban con ayuda en los casos extremos.
Cualquier ciudadano, con independencia de su origen, podía adquirir tanta riqueza como su esfuerzo y determinadas circunstancias en la vida le permitiesen.
Octavianus organizó los tribunales de Roma de manera que todo hombre pudiera comparecer ante un juez con la certeza de que se le impartiría un mínimo de justicia.
Codificó las leyes del Imperio para que hasta los habitantes de las provincias disfrutasen de cierta seguridad frente a la tiranía del poder o la corrupción de la codicia.
Fortaleció el Estado frente a la fuerza despiadada de la ambición de poder, instruyendo y haciendo cumplir las leyes contra la traición que Gaius Iulius Caesar había promulgado antes de su muerte.
En dos ocasiones, el pueblo y el Senado romano le ofrecieron el mando de la dictadura de Roma: la primera vez, mientras se hallaba en Oriente, después de la derrota de Marcus Antonius en Actium, y la segunda después de haber salvado a Italia, a sus expensas, de la hambruna que destruyó el grano del que Italia se abastecía. En ninguna de las dos ocasiones aceptó, pese a que con ello incurrió en el desagrado del pueblo.
En uno de los errores más graves que cometió nunca, cinco años antes de su muerte, asignó cinco legiones de los más expertos veteranos a la frontera germana que delimitaba el alto Rhinus y las puso bajo el mando de Publius Quinctilius Varus, quien anteriormente había prestado un buen servicio como procónsul en África y gobernador de Siria.
En aquella inhóspita y primitiva frontera nórdica, Varus imaginó que podía seguir viviendo en el lujo y la comodidad de Siria. Su relación con sus propios soldados era distante, y comenzó a confiar en algunos germanos diestros en el arte de la lisonja y que podían ofrecerle algo similar a la vida sensual a la que se había acostumbrado en Siria.
Entre aquellos aduladores estaba un tal Arminio, o Hermann, de la tribu de los queruscos, que antaño había servido en el ejercito romano, por lo que había sido recompensado con la ciudadania. Arminio, que hablaba latín con fluidez pese a su origen barbaro, se ganó la confianza de Publius Quinctilius Varus con intención de impulsar sus propias ambiciones de dominar a las dispersas tribus germánicas.
Cuando estuvo lo bastante seguro de la credulidad y vanidad de Varus, le informó, mintiéndole, de que las distantes tribus de los chaucos y los bructeros se habían sublevado y que avanzaban hacia el sur, poniendo en peligro la frontera de la provincia.
Llevado por su arrogancia e impetuosidad, Varus se negó a escuchar ningún consejo y, retirando, a tres legiones de campamento de verano del río Weser, partió hacia el norte.
Arminio había trazado un buen plan, pues mientras que Varus dirigía penosamente a sus legiones por bosques y cenagales hacia Lengo, las tribus bárbaras, a las que Arminio había alertado y preparado, se abalanzaron sobre ellas.
Confundidas por lo repentino del ataque, incapaces de mantener una resistencia organizada, y perplejas ante ese bosque tan espeso, esa lluvia y ese terreno tan pantanoso, fueron aniquiladas.
En tres días, fueron capturados o asesinados quince mil soldados. Algunos de los prisioneros fueron enterrados vivos por los bárbaros, otros crucificados, y otros ofrecidos en sacrificio a los dioses del Norte por sus salvajes sacerdotes, que decapitaron y amarraron sus cabezas a los árboles de sus grutas sagradas.
Solo lograron escapar a la emboscada poco más de cien soldados, que informaron de la tragedia. Nadie supo con certeza si Varus fue asesinado o si se quitó la vida. En todo caso, su cabeza, seccionada fue enviada a Roma y Gaius Iulius Caesar Octavianus dio sepultura a sus infortunados restos, no tanto por mor de su alma como en honor a los soldados a los que bajo su mando había conducido al desastre.
Octavianus no podía evitar sentir otra cosa que desprecio hacia Tiberius Claudius Nero, pues en el centro de su alma residía una amargura que nadie comprendía y una crueldad intrínseca que carecía de un objeto particular.
Sin embargo, Tiberius no era un hombre débil ni idiota, y, en un Emperador, la crueldad es un defecto menos grave que la debilidad o la idiotez, por lo que Octavianus decidió dejar a Roma a merced de Tiberius Claudius Nero y los accidentes del tiempo.
Gaius Iulius Caesar Octavianus dio la libertad de poder navegar por los mares y proveer a Roma de los abundantes bienes de Egipto, limpió los mares de los piratas y bandoleros que en el pasado habían hecho imposible esa libertad. Gracias a Octavianus los egipcios y romanos pudieron prosperar y regresar seguros a sus hogares, sabiendo que lo único que amenazaba su seguridad eran los accidentes del viento y las olas.
Octavianus trajo paz y prosperidad al campo y la ciudad. Los romanos no volvieron a combatir entre sí desde Actium. Ni siquiera los más pobres carecían de alimento en la urbe y los habitantes de las provincias prosperaron merced a la beneficencia de Roma y de Gaius Iulius Caesar Octavianus.
El Emperador trajo libertad al pueblo, así el esclavo ya no tuvo que temer la crueldad arbitraria de su señor, ni el pobre la venalidad del rico, ni el orador responsable las consecuencias de sus palabras.
"El hijo de César", novela que fue galardonada con el prestigioso National Book Award en 1973, cuenta el sueño de un hombre por liberar a la corrupta República romana de las guerras civiles que amenazaban con acabar con ella y afianzarla como eje del mundo civilizado.
John Williams ("Butcher's Crossing" y "Stoner") realizó una meticulosa labor de investigación histórica para ofrecer al lector una compleja y vivida recreación de uno de los momentos más importantes de la Roma Clásica.
"El hijo de César", que fue publicado por Ediciones Pamies, tiene 320 páginas y puede ser adquirido por un precio de 23,95 euros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario