"La venganza será del Señor, si tú la ejecutas".
Cuando con apenas quince años Jakko es testigo del cruel asesinato de toda su familia y de la devastación de su aldea a manos de cuatro peregrinos que, la noche anterior habían solicitado asilo, el deseo de venganza queda grabado para siempre en su corazón y se convertirá en el objetivo de su vida averiguar los motivos que llevaron al asesinato de su familia.
Acogido por el enigmático Kassem
ben Abdulá, y sus asistentes Jorgo y Avram, que se encuentran en Europa para llevar a cabo una misión por orden del Príncipe de Túnez, quien, a su vez, obedecía al Gran Turco, el azar situará a Jakko ante un destino prometedor al empezar a descubrir algunos secretos de su padre.
Tras recorrer las principales ciudades europeas (Colonia,
Bremen, Hamburgo, Dresde, Praga, Cracovia y Kiev, Novgorod, Reval, Estocolmo,
Visby, Danzig, Copenhague, Londres y París, Gante, Lovaina, Leiden), Jakko participará en las violentas luchas que en la década de 1520 enfrentaron a la nobleza, el clero y el campesinado.
A lo largo de las páginas de "El asesino del Emperador" el lector presenciará como el Santísimo Padre Clemente VII y Francisco I formarán, con el Duque de Milán, Francesco Sforza, la República de Venecia, y algunos pequeños Príncipes del norte de Italia, la Liga Santa de Cognac, contra el Emperador Carlos.
Enrique VIII se unirá a la Liga, mientras que, en el Sacro Imperio Romano Germánico, evangélicos y católicos mostrarán más interés por cortarse el cuello que por satisfacer los deseos del Emperador.
La Liga Santa de Cognac reclutó tropas en toda Europa, pero no contó con que al Emperador Carlos le habían quedado unos cuantos mercenarios del ejército, que, hacía más de un año, había alcanzado la gran victoria de Pavía, y que, por supuesto, contaba con los regimientos españoles.
En enero de 1527, dieciséis mil hombres, entre infantes, coraceros, españoles y caballería; partirá de Posto Novo, junto a Piacenza, con destino a Roma
con su Coronel, el Duque de Borbón, atravesarán las tierras del Papa, devastarán y quemaran todo en torno a Bolonia y en todas partes.
El sexto día
de mayo tomaron Roma por asalto, mataron a seis mil hombres y saquearon toda la
ciudad; se llevaron todo lo que encontraron de todas las Iglesias y del suelo
mismo, quemaron buena parte de la ciudad y pocas veces se detuvieron, también
rompieron y quemaron todos los archivos, registros, cartas y documentos.
El Santísimo Padre se refugió con guardias, cardenales, obispos y romanos y
otros cortesanos que no habían muerto en Castel Sant’Angelo.
Allí lo asediaron durante tres semanas, hasta que el hambre le forzó a salir del castillo. Cuatro
de los Capitanes alemanes, además de un Señor de España llamado Abad de Nájera
y un Secretario, fueron enviados por el Príncipe de Orange y los Consejeros Imperiales al Castel Sant’Angelo para aceptar su rendición, como así ocurrió.
Encontraron al Santísimo Padre Clemente VII con doce Cardenales en una angosta sala; lo prendieron, y tuvo
que firmar el artículo que el Secretario le leyó. Hubo gran dolor entre los refugiados en Castel Sant’Angelo,
y lloraron mucho; los mercenarios alemanes y los regimientos españoles se hicieron todos ricos.
Permanecieron en Roma por dos meses, y se les murieron hasta cinco mil
soldados y gentes de guerra por la pestilencia de los cuerpos muertos que no
habían sido enterrados.
En julio, escaparon de la muerte y salieron a la marca a
cambiar de aires, como los de Narnia no querían dejarlos entrar y tampoco nos
daban provisiones por su dinero, dos mil infantes conquistaron la ciudad y el
castillo sin disparar un solo tiro, y luego mataron a mil personas, hombres y mujeres.
En septiembre del mismo año, las tropas del Emperador Carlos volvieron a
saquear Roma, encontraron grandes tesoros bajo tierra, y se quedaron allí seis meses. El 7 de junio, el Santísimo Padre Clemente VII se rindió. Tuvo que entregar las fortalezas de
Ostia, Civitavecchia y Civita Castellana, renunciar a las ciudades de Módena,
Parma y Piacenza, y pagar cuatrocientos mil ducados y un rescate por la
liberación de los prisioneros.
Pero el asedio a Castel Sant’Angelo duró aún
hasta diciembre, y el saqueo de la ciudad hasta bien entrado el año siguiente.
Los mercenarios alemanes que, antes del asalto a Roma, acusaban al Sumo Pontífice de ser
el verdadero causante de su mala situación no estaban del todo equivocados.
El Emperador Carlos los había reclutado y no les había dado ni
alimento ni dinero; las miserables guerras por Italia que el Emperador Carlos y Francisco I libraron (con participación e íntima
simpatía del Santo Padre, de los florentinos, venecianos e ingleses) fueron las que crearon
aquel desierto por el que todos tenían que vagar, pasar hambre y perecer, y las
que sentaron los cimientos de la rebelión; pero el motivo lo dio el aciago Clemente VII, que los miércoles concluía una alianza con los
franceses, los jueves con el Imperio, los viernes otra vez con Francisco I y los
sábados otra vez con el Emperador Carlos, para romperlas a la puesta de sol, cuando no si se
formaban extrañas nubes; era Clemente VII quien llamaba al uno para expulsar al
otro y luego pedía al otro que le quitara de encima al uno. Él que, todavía en
Castel Sant’Angelo, durante el asedio, vendía capelos cardenalicios a cuarenta
mil ducados. Él que negoció la capitulación con españoles y alemanes, pero que
interrumpió las negociaciones al recibir la noticia de que se acercaban
refuerzos y, tras esa ruptura, imploró poder reanudarlas en peores condiciones.
Clemente VII fue impredecible e indigno de confianza tanto para amigos
como para enemigos, de los que cambiaba en cierto modo a cada hora; aparte de
que no tenía voluntad alguna de punzar o curar los abscesos en el cuerpo de la
Iglesia, Clemente VII permitió además que perdiera su poder por algún tiempo.
Otros le ayudaron en esa tarea. El rey de Francia, Francisco I, no tenía ningún
interés en seguir debilitando al papado; quería tener todos los aliados
posibles contra el todopoderoso Carlos, cuyos territorios rodeaban a Francia,
por débiles y poco fiables que fueran. Todos servían para crear inquietud. El
rey de Inglaterra, Enrique VIII, no quería ver fortalecidos ni a Francia ni al Emperador, y
necesitaba al Papa, el único que podía disolver su matrimonio con Catalina de
Aragón, que no había sido bendecido con hijos. El 29 de mayo, Inglaterra y
Francia renovaron un tratado firmado poco antes para formar una nueva Liga
contra el Emperador Carlos y liberar al Papa,
¿Y el Emperador Carlos? Sin duda había hombres que le apremiaban a forzar
la renovación de una Iglesia podrida y corrupta, que
para júbilo de los evangélicos había caído y yacía en tierra; hombres que le
apremiaban a llevarla de su fuerte mano a la senda de la virtud cristiana. Pero
Carlos tenía que apoyarse en una Iglesia fuerte en España y en
Alemania. Por eso quería que el Santo Padre convocara un concilio de renovación, y no
podía afrontar el desafío de seguir debilitando sus pilares para que saliera de
ello más sana y más fuerte. Porque durante la debilidad causada por la
renovación podía derrumbarse, y su poder con ella.
Así que todo siguió como antes. Francisco I envió en 1527 un nuevo
ejército a Lombardía, Venecia volvió a atacar Milán, y las hordas de
mercenarios recorrieron Italia asesinando e incendiando.
Después de tomar parte en las guerras italianas, Jakko viajará hasta Viena, lo que nos conduce a hablar de Soleimán, al que también llaman Solimán o Salomón y
Soleimán el Magnífico, Sultán, señor del Imperio otomano, gran rey, comendador
de los creyentes, Padischá. Hijo de Selim el Severo, quien añadió
Egipto al imperio otomano, y se afirma que tuvo cuatro hijos y mató o hizo
matar a tres de ellos. En 1520, Soleimán asumió la herencia de su padre; en
1521, los otomanos tomaron Belgrado; en 1522, Rodas.
En 1526, Suleimán cayó sobre Hungría y, en la batalla de Mohács, el joven rey Luis II de Hungría perdió el reino y la vida.
El sultán regresó a Constantinopla y dejó a los húngaros sumidos en una sangrienta disputa por la
sucesión de Luis II. En realidad, según los tratados vigentes, ahora el
archiduque Fernando de Austria debía llevar las coronas de Hungría y Bohemia.
En Praga, se llevó a cabo la coronación de Fernando; en Hungría, se produjo una
escisión. Una parte de la alta nobleza eligió rey al archiduque, en cambio la
mayoría de la baja nobleza eligió al voivoda de Transilvania, Johann Zapolja.
Lo coronaron, apoyados por los adversarios de los Habsburgo: el Papa, Francia y
Venecia.
En la subsiguiente guerra húngara, al principio Fernando parecía que iba a vencer, pero Johann Zapolja no se rindió. Tanto en el este como en el oeste, los
enemigos de los Habsburgo trataron de debilitar al Imperio; Francisco
I envió oro y buenas palabras, y Zapolja pidió ayuda en armas a Suleimán . En
1528, se firmó un tratado que establecía la soberanía de Soleimán sobre Hungría
y una campaña común contra Fernando. Otros adversarios de los Habsburgo, entre
ellos el poderoso obispo de Zagreb, instigaron sublevaciones y pequeñas
guerras.
Un ataque del Imperio otomano, junto con las continuadas guerras,
sobre todo en Italia, tenía que tener repercusiones sobre toda Europa.
Naturalmente, el rey Fernando lo sabía, y se esforzó por conseguir el necesario
armamento, mientras al mismo tiempo pedía y obtenía el salvoconducto para
enviar una legación a Constantinopla. Su tarea era ganar tiempo.
Sin embargo, los legados no fueron hábiles; en vez de empezar por
negociar un armisticio, exigieron la devolución de las ciudades y territorios
húngaros ocupados, a cambio de lo cual ofrecieron paz y dinero. Como respuesta,
recibieron una declaración de guerra.
A partir de finales de 1528, Fernando se esforzó por conseguir que
le prometieran tropas. Moravia, Bohemia y los países austríacos respondieron a
ello; los estamentos imperiales, con los que negoció en Spira, instalaron sin
dilación centros de recogida de dinero, pero quisieron convencerse por sí
mismos del peligro antes de negociar, y los príncipes y ciudades evangélicos
negaron la «ayuda contra el turco» mientras no se les concediese plena libertad
religiosa.
En busca de ayuda y aliados, Fernando envió embajadores a Polonia e
Inglaterra; ambos regresaron a casa sin éxito. Su hermano, el Emperador Carlos, no podía
enviar ni dinero ni tropas, y pedía él mismo jinetes e infantes alemanes para
Italia. Únicamente la gobernadora de los Países Bajos envió españoles en ayuda de
su sobrino, al mando de Luis de Ávalos. Marcharon Rin arriba, luego a Viena,
pero primero fueron empleados en la inquieta frontera carniola. Allí había
motines causados por falta de pagos de las soldadas. En septiembre de 1529, tan
sólo quedaba algo más de la mitad de esas tropas.
Entretanto, los informantes habían comunicado que Suleimán había
partido a primeros de mayo con un poderoso ejército que pronto alcanzaría
Hungría. Los recursos a disposición de Fernando ni siquiera bastaban para pagar
durante los próximos meses a las pocas tropas enviadas a ocupar y defender
Hungría y para enviarles suministros de pólvora, armas, caballos, carros y
víveres. Tuvo que recurrir a los bienes de la Iglesia, y negoció con los ricos
banqueros y mercaderes de Augsburgo préstamos por valor de cuarenta y ocho mil
florines.
El conde Friedrich, del Palatinado, nombrado comandante supremo de
las tropas, quería reclutar antes de septiembre siete mil mercenarios y mil
seiscientos jinetes, lo que era demasiado poco. Al mismo tiempo, los príncipes
del Imperio consideraron que las noticias recibidas no eran dignas de
confianza; había que mandar hombres acreditados para asegurarse de que los
turcos realmente "venían".
Más tarde, dicen que el gran visir Ibrahim Pachá dijo a una embajada
de Fernando que era asombroso que, incluso en la más extrema angustia, tuvieran
que viajar de país en país para mendigar, y que incluso entonces no reunieran
los recursos para la guerra, que finalmente tuvieron que sufragar los más pobres
de entre sus súbditos. "En cambio, basta con un gesto del padischá para reunir
inconmensurables hordas de guerreros de los dos continentes —y al decir esto
señaló por la ventana las cúspides de algunos edificios—, y en todo momento
dispone de siete altas torres repletas de tesoros".
Y mientras el ejército del sultán avanzaba, en el Imperio se
regateaba por cada florín. Para los mercenarios y los mil seiscientos jinetes
prometidos, pero aún no reclutados, se establecieron las siguientes soldadas
mensuales: Capitán cuarenta florines, Alférez veinte, mercenario cuatro,
escribano doce, y además cada compañía recibiría cuarenta y cinco florines de
"sobresueldo" para cuestiones imprevistas y "varias", y había también partidas
para escribanos auxiliares, caballos, carros... Para pólvora y plomo no se
encuentra nada en los listados, como tampoco para víveres. Incluso si los ocho
mil seiscientos combatientes previstos hubieran sido todos simples mercenarios,
se habría necesitado sin prima de leva más de treinta y cuatro mil florines de
soldada para el primer mes, sin contar el forraje y los "varios".
Jakob von
Werdenau y Kunz Gotzmann, responsables del reclutamiento, únicamente recibieron
entre los dos un anticipo compensable de cuatro mil florines, y el resto
quedó encomendado a Dios.
De hecho, el Emperador Carlos tenía otras preocupaciones más apremiantes, no disponía del suficiente dinero para compensar las deudas que había contraído con los banqueros de Augsburgo. Entonces, los ricos y poderosos Welser, cansados de esperar el pago de la deuda, le propusieron que les cediera en feudo una parte de las nuevas
tierras allende los mares para que las explotaran. Y al Emperador Carlos no le quedó más remedio que cederles Venezuela.
Por ello, en marzo de 1528, se firmó, en Madrid, un contrato en cuya virtud los Welser podrían nombrar Gobernadores y Corregidores, y quedarían exentos del impuesto sobre la sal y de todas las demás
aduanas y tasas que normalmente había que pagar en el puerto de Sevilla. Podrían convertir en esclavos a parte de los nativos del país, los indios, y llevar
esclavos africanos. Además, los colonos que los Welser asentaran recibirían una parcela
de terreno cultivable cada uno.
Así, a lo largo de la década de 1520, Jakkob llevará a cabo una larga campaña de venganza que no solo le llevará a tomar parte en las guerras de religión entre católicos y evángelicos en el corazón del Sacro Imperio Romano Germánico, el saqueo de Roma y la defensa de Viena frente al Gran Turco, sino que, además, le conducirá hasta el feudo de los Welser en el Nuevo Mundo.
Escrita por Gisbert Haefs y traducida por Carlos Fortea, "La Venganza del Emperador", que fue publicada por la colección Narrativas Históricas de Edhasa, tiene 448 páginas y puede ser adquirida por un precio de 30,00 euros.