Durante los momentos culminantes de la guerra fría, el Gobierno de Estados Unidos invirtió enormes recursos en un programa secreto de propaganda cultural en Europa occidental. Un rasgo fundamental de este programa era que no se supiese de su existencia.
Fue llevado a cabo con gran secreto por la organización de espionaje de Estados Unidos, la Agencia Central de Inteligencia.
El acto central de esta campaña encubierta fue el Congreso por la Libertad Cultural, organizado por el agente de la CIA, Michael Josselson, entre 1950 y 1967. Sus logros fueron considerables y su propia duración no fue el menor de ellos.
En su momento álgido, el Congreso por la Libertad Cultural tuvo oficinas en 35 países, contó con docenas de personas contratadas, publicó artículos en más de veinte revistas de prestigio, organizó exposiciones de arte, contaba con su propio servicio de noticias y de artículos de opinión, organizó conferencias internacionales del más alto nivel y recompensó a los músicos y a otros artistas con premios y actuaciones públicas.
Su misión consistía en apartar sutilmente a la intelectualidad europea de su prolongada fascinación por el marxismo y el comunismo, a favor de una forma de ver el mundo más de acuerdo con "el concepto americano".
Recurriendo a una extensa y enormemente influyente red, integrada por personal del servicio de inteligencia, estrategas políticos, los grandes magnates y antiguos alumnos de las universidades de la Ivy Lcague, la incipiente CIA comenzó, a partir de 1947, a construir un "Consorcio" cuya doble tarea era vacunar al mundo contra el contagio del comunismo y facilitar la consecución de los intereses de la política exterior estadounidense en el extranjero.
El resultado fue una red de personas, notablemente compenetrada, que trabajó codo con codo con la Agencia para promover una idea: que el mundo precisaba una pax americana, una nueva época ilustrada, a la que se bautizaría como "el Siglo Americano".
Ese "Consorcio" fue el arma secreta con la que lucharían los Estados Unidos durante la guerra fría, un arma que, en el campo cultural, tuvo un enorme radio de acción.
Tanto si les gustaba como si no, si lo sabían como si no, hubo pocos escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos en la Europa de posguerra cuyos nombres no estuvieran, de una u otra manera, vinculados con esta empresa encubierta.
Sin sentirse amenazado por nadie y sin ser detectado durante más de veinte años, el espionaje estadounidense creó un frente cultural complejo y extraordinariamente dotado económicamente, en Occidente, para Occidente, en nombre de la libertad de expresión.
A la vez que definía la guerra fría como "batalla por la conquista de las mentes humanas", fue acumulando un inmenso arsenal de armas culturales: periódicos, libros, conferencias, seminarios, exposiciones, conciertos, premios.
Entre los miembros de este "Consorcio" había un surtido grupo de intelectuales radicales y de izquierda cuya fe en el marxismo y en el comunismo se había hecho añicos ante la evidencia del totalitarismo estalinista.
Nacida de la Década Rosa de los años treinta, calificada, con pena, por Arthur Koestler de "abortada revolución del espíritu, renacimiento fallido, falso amanecer de la historia", su desilusión se vio acompañada por un deseo de formar parte de un nuevo consenso, de consolidar un nuevo orden que sustituyese las exhaustas fuerzas del pasado.
La tradición de oposición radical, en la que los intelectuales habían tomado bajo su responsabilidad investigar los mitos, cuestionar las prerrogativas institucionales, y perturbar la complacencia del poder, quedó anulada a favor de un apoyo a la "propuesta americana".
Refrendado y financiado por poderosas instituciones, este grupo no comunista monopolizó la vida intelectual de Occidente en la misma medida que el comunismo lo había hecho unos años antes (y además, muchas de las personas fueron las mismas en ambos grupos).
El grado en que el espionaje norteamericano extendió sus tentáculos hacia las cuestiones culturales de sus aliados occidentales, actuando como posibilitador en la sombra de una amplia variedad de actividades creativas, colocando a los intelectuales y a su obra como piezas de ajedrez para jugar en el Gran Juego, sigue siendo uno de los legados más sugerentes de la guerra fría.
La participación de la CIA en la guerra cultural hace surgir otras cuestiones problemáticas.
¿Distorsionó la ayuda económica el proceso según el cual se manifestaron los intelectuales y sus ideas? ¿Se seleccionó a las personas por sus cargos, y no por su mérito intelectual?
¿Qué quería decir Arthur Koestler cuando ironizaba contra "el circuito internacional académico de putas por teléfono" como calificaba a las conferencias y simposios intelectuales?
¿Acaso las reputaciones de los intelectuales salieron consolidadas o robustecidas al pertenecer al consorcio cultural de la CIA?
¿Cuántos de aquellos escritores e intelectuales que adquirieron prestigio internacional por sus ideas fueron, en realidad, figuras de segunda tila, publicistas efímeros, cuyas obras estaban condenadas a reposar en los sótanos de las librerías de libros usados?
Escrito por Frances Stonor Saunders, el libro "La CIA y la guerra fría cultural", que fue publicado, en febrero de 2013, por Debate, tiene 600 páginas.
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